Dice adiós el verano y yo escribo para despedirlo, porque aunque nuestro caprichoso calendario establezca que eso no ocurrirá hasta dentro de tres semanas, en torno al veintiuno de septiembre, la realidad es que el final del verano es siempre el final de agosto, cuando ya las tardes son algo menos eternas y el mar empieza a no ser ya de los niños.

Dice adiós el verano como también lo dice Leo Messi, harto quizás, como agosto, de ser el sol que más calienta (algún día, cuando se cuente la leyenda, se dirá que comenzó con un contrato firmado en una servilleta de papel y acabó con un burofax, lo que no deja de ser una sutil metáfora del peor modo de hacer las cosas de principio a fin).

Sea como fuere, es terriblemente cierto que vivimos tiempos en que decimos adiós en demasiadas ocasiones y a demasiada gente. A veces he pensado sobre esto, sobre con qué desenvoltura decimos adiós, y he concluido que decir adiós resulta sencillo cuando uno sabe que es, en realidad, un "hasta luego", un aplazamiento, el anuncio de una ausencia que no va a ser definitiva. Por eso es tan fácil usar un formulismo que casi nunca es meditado, que pocas veces es realmente asumido. Pero qué difícil debe ser decir adiós cuando es una exactitud. Qué duro debe ser irse sabiendo que de verdad te vas, que no vas a volver.

Y, sin embargo, todos tendremos que hacerlo. Algún día, no ha de tardar mucho (porque la muerte siempre tiene prisa y yo nunca he sabido llegar tarde), pasaré por ese trance. A partir de entonces ya solo existiré en mis libros, en esas pocas resmas de papel que he ido manchando. Y aunque uno anda siempre preguntándose qué habrá tras la cortina, si se prenderá una luz cuando la luz se apague, si será verdad aquello que nos contaron o acaso no es nada más que un modo simple de consuelo, no tengo muchas esperanzas.

Y aunque me gustaría creer que sí, que allí, al otro lado, hay también una playa donde juega el niño que fui, y que quienes se fueron antes están esperándome con la mesa puesta bajo un sol tibio de junio, que todo eso me está aguardando, siempre me queda la sospecha, la duda, la sombra. Soy un ateo poco convencido (en otro tiempo hubiera resultado un buen ninot para la hoguera) y nunca le encontré la gracia a eso de la resurrección, a que un buen día alguien se ponga a levantar mis cenizas y a reunirlas de nuevo en el orden adecuado. Como en aquel poema de mi maestro Alcántara, "No se incorpore la sangre/ ni se mueva la ceniza/ si dicen: ¡A levantarse!./ Que yo me conformo siempre/ y una vez acostumbrado/ a mí que no me despierten".