En alguna ocasión he afirmado que todos somos hijos de nuestras ideas, es decir, de nuestra imaginación; lo cual incluye unos límites, un horizonte y una luz determinada. Las comunidades se mantienen unidas de acuerdo a unas creencias que se nutren de un pasado compartido y miran hacia un futuro prometedor. De ahí el valor de lo que pensamos. Cuando las ideas se desligan de cualquier noción de verdad o de un sentido magnánimo de la justicia, los resultados son catastróficos. Por supuesto que no hablo de intenciones -todo el mundo anhela el bien en abstracto, todo el mundo desea la justicia-, sino de la traducción práctica de estas ideas, de la realidad que crean a su alrededor. Cómo integramos al diferente, cómo lo hacemos partícipe de nuestros bienes y cómo conseguimos que la pluralidad se convierta en una oportunidad y no en una amenaza son preguntas más cruciales que la prolija verborrea con la cual el credo de turno nos invita a la superioridad moral. Y es la imaginación precisamente la que nos permite romper las estrechas barreras de nuestro grupo y ponernos en el lugar del otro. Es la imaginación la que hace posible la amistad y es la amistad la que hace posible una política noble. Para referirse a esta nobleza los romanos utilizaron el término liberalitas, que viene a designar esa generosidad con los demás.

Ser hijos de nuestras ideas supone, por tanto, preguntarse por la calidad de las mismas: ¿cómo concebimos la naturaleza humana? ¿Caemos fácilmente en la distinción entre amigo y enemigo, entre nosotros y ellos, entre casta y pueblo? ¿Nos parece adecuado que cualquier poder -sea democrático o no- nos haga extranjeros en nuestra propia casa, como pretenden los nuevos tribalismos? Al contemplarnos en el espejo, ¿qué vemos? ¿Una sociedad donde se educa en el rencor, el auto-odio y la división o una que asume sus heridas y las cicatriza? ¿Una sociedad presa del fatalismo o una que mantiene, contra viento y marea, la semilla de la esperanza? Hagámonos estas preguntas sin perseguir el aplauso fácil de los justicieros, que sólo buscan la condena del hombre. Hagámoslo asumiendo que, cuando en una sociedad empieza a anidar el despecho y el resentimiento, el auténtico horizonte de su esperanza se ensombrece: no se convierte en un país mejor sino en un lugar decididamente peor. De la luz a la sombra sólo hay un paso, que es una forma de mirar. Se diría que nuestra mirada desvela más que oculta. O eso creo. Si el sentido de nuestra mirada divide la sociedad en dos por cuestiones ideológicas, lingüísticas, identitarias o nacionales, la consecuencia será un empobrecimiento de nuestra humanidad común. La guerra cultural en la que llevamos años inmersos va de esto, no de mejorar la democracia. Su clave es la pureza -una pureza ficticia, violenta, excluyente- frente a una democracia que se sabe imperfecta pero no mezquina, frágil pero no cínica.

Nuestras ideas cuentan, porque ninguna democracia puede sostenerse sobre la pureza, la mezquindad y el cinismo. Ninguna puede prosperar sobre el rencor, el encono, el sentimentalismo y el egoísmo. De hecho, si tuviera que definir la esencia de la democracia en una sola palabra hablaría de generosidad: generosidad como forma de respeto y lealtad, generosidad que escucha y espera, generosidad que ni trivializa a los muertos ni a los vivos. Una generosidad que constituye el humus fértil de todo lo que es valioso para el ser humano.