Los niños y los ancianos han sido -y siguen siendo- los principales paganos de la costosa factura de la pandemia. Los ciudadanos de mayor edad coparon, en la primera oleada de la inesperada infección, las listas de fallecidos. Y ahora, en el instante de los rebrotes, se encuentran confinados en residencias y geriátricos, incluso en domicilios particulares, temerosos de contraer un patógeno que busca con deleite huéspedes vulnerables. De manera que muchos mayores, encerrados en sus habituaciones a cal y canto, no morirán de coronavirus, pero lo harán de pena, sin posibilidad alguna de socializar mínimamente en la etapa final de sus días. Los críos, por otra parte, también fueron considerados ciudadanos de segunda desde que estalló la tormenta vírica. No olvidemos que antes que a los menores las autoridades permitieron salir a la calle a los perros. Y todos aceptamos al niño como animal de compañía enjaulado. Se compensó el vacío educativo durante la pandemia con aprobados generales, que ya llegaría el verano y la nueva normalidad. A pocos días del inicio de un nuevo curso que se anunció alegremente como presencial, las familias no saben a qué atenerse, ignorantes e impotentes. En las vísperas de la apertura de las aulas aún se desconoce en qué condiciones comenzará el curso. El Gobierno se lavó las manos, y las autonomías hace cada una de su capa un sayo y de su escuela un campo de batalla. La falta de coordinación es vergonzosa y vergonzante. Ancianos y niños, sanidad y educación, se han convertido en los sufridores permanentes de un modelo autonómico lesivo desde que se decidió transferir a las distintas regiones los centros de salud y las escuelas. Pero que siga la fiesta.