No había victoria alguna que celebrar. Hace dos meses que acabó el confinamiento. Los políticos que confunden gobernar en bien del interés general con poseer un buen aparato de propaganda que anestesie a la opinión pública proclamaron entonces que el virus había sido derrotado. La realidad es que sigue circulando a una velocidad inusitada y multiplicando los contagios, cerca de desbocarse como en los peores momentos de la pandemia. Canarias y sobre todo Las Palmas de Gran Canaria, y con ella la isla, comienza a verle las orejas al lobo, pese a la hasta ahora baja incidencia de casos por habitante y bajas hospitalizaciones respecto a la media nacional. Todo puede irse al garete por la amenaza que suponen los rebrotes en reuniones de amigos y familias y fiestas de todo tipo. Esto debe motivar perseverancia. Los próximos quince días van a ser decisivos para el rumbo de la enfermedad.

El coronavirus rompe todas las previsiones. Aunque los médicos y los científicos conozcan sobre su comportamiento hoy bastante más de lo que sabían en marzo, aún siguen ignorando detalles clave sobre el patógeno. Las mascarillas, decían al principio, no servían para nada. Ahora forman parte del paisaje habitual. Negaron las autoridades sanitarias que los aerosoles -minúsculas partículas de saliva o fluido respiratorio que pueden permanecer suspendidas en el aire durante horas- actuaran como vía de propagación. Empiezan a albergarse fundadas dudas sobre tal aseveración, de ahí la prohibición de fumar sin guardar distancia. Aseguraban que en verano el bacilo iba a aminorar su presencia, como la gripe, y ya vemos lo que está sucediendo en este caluroso agosto.

Tenemos que prepararnos para afrontar cualquier cosa y mentalizarnos de que necesitamos continuar adelante con nuestras actividades pese a la carencia de seguridad absoluta. Incluso cuando no percibimos una amenaza evidente, certezas plenas tampoco existen. Pero para evitar que la infección avance otra vez hacia terrenos peligrosos, hay que conseguir que su expansión disminuya ya como sea. Con máximo rigor en el diseño de medidas eficaces y responsabilidad de la ciudadanía para aplicarlas. A tenor de la evolución última de los datos, tras unas cuantas semanas de descanso, de relajación psicológica después del estado de alarma y de multitud de desplazamientos, a nadie le puede sorprender el renacer de las restricciones.

Algunos expertos dan por hecho que tendremos que convivir con el coronavirus no menos de dos años. Ni Canarias ni España pueden permitirse durante ese tiempo otro estado de excepción por las repercusiones familiares, económicas y educativas que acarrearía la parálisis. El final del estío marca el inicio de la prueba de fuego para los políticos y el conjunto de la población. Para hacer frente al covid-19 y salir reforzados del combate conviene madurar como colectividad, conjugando prudencia y audacia con una enorme responsabilidad personal y comunitaria.

En los últimos meses, Canarias ha demostrado que puede compatibilizar un retorno razonable a la vida ordinaria con una situación sanitaria asumible. Con el inicio del curso académico a la vuelta de la esquina y las problemáticas de salud propias del invierno encima surgirán con seguridad otras complicaciones que agravarán los efectos de esta plaga indeseable.

De la concienciación de los canarios, de su compromiso para no bajar la guardia en las dos próximas semanas, de su capacidad para extremar las precauciones por el bien propio y el de los demás va a depender el cariz que tomen los acontecimientos. No parece razonable dar por hecho que la única alternativa viable para evitar el desastre pase por otro enclaustramiento. Un confinamiento casi trajo la ruina. Otro sembraría la devastación.

El Gobierno de España ha desaparecido del frente de batalla de manera inexplicable. El paso atrás parece fundamentado en espurias tácticas políticas y no en las necesidades operativas de la lucha, que continúa adoleciendo de una coordinación milimétrica, una lealtad absoluta y un mando claro, como si nada hubiéramos aprendido de la tragedia de cargar con miles de muertos a la espalda. Las autonomías, cada una por su cuenta y riesgo, imponen prohibiciones deslavazadas. Viajar por España exige un manual de instrucciones para saber qué hacer y que no en esta región y en aquella. Este descontrol de las administraciones genera desconfianza y, en los hastiados, desobediencia. El caos y las actuaciones a impulsos, sálvese quien pueda, minan la implicación general en la estrategia de reducción de riesgos.

"Nuestro éxito en la lucha contra el nuevo coronavirus depende de que las personas estén informadas, dispuestas y capacitadas para adoptar las medidas públicas adecuadas", advertía en abril la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sin plan, sin anticipación, improvisando, con una ciudadanía impaciente, desanimada y que empieza a fatigarse, en cuya concepción del bienestar no cabe ni un golpe así, ni una dura resistencia, jamás derrotaremos al enemigo invisible. Y, aún peor, también acabaremos sucumbiendo como sociedad.