Tiendo a ser respetuoso con las creencias de todo el mundo, incluso con quienes no lo son con las mías, y quizá por eso puede parecerme muy razonable que se desconfíe de la buena voluntad de nuestros políticos, o se rechace públicamente esa suerte de pensamiento único que plantea que cualquiera que no comparta absolutamente las medidas y los métodos del Gobierno ante la situación que estamos viviendo como consecuencia de la expansión de la Covid-19 es un delincuente. Compartir la posición del Gobierno es a veces un ejercicio de fe: no siempre se puede estar de acuerdo con ellos, porque es muy frecuente que se equivoquen. A toro pasado, muchas de las medidas adoptadas son discutibles. Cuando el portavoz de Sanidad para la pandemia -el señor Simón- nos dijo hace unos meses que las mascarillas no eran necesarias, yo le creí. Confieso que me ha costado más creerle ahora cuando ha dicho que tenemos que llevarlas puestas a todas horas y en todos lados€ porque no puede haber acertado las dos veces: o se equivocó antes o se equivoca ahora. Uno entiende que es difícil disponer de toda la información, y que incluso disponiendo de ella, a veces hay engaños que pueden tener cierta justificación: cuando era imposible disponer de mascarillas siquiera para que las usaran las personas más expuestas a la enfermedad -los sanitarios- quizá fuera mejor no provocar alarma y desabastecimiento. Ahora que se han gastado millones en ellas y en guantes que no sirven para nada, sería más fácil creerse las instrucciones -y cumplirlas- si alguien pidiera disculpas por la cantidad de confusiones y contradicciones con las que se nos ha obsequiado durante estos meses. Nadie lo ha hecho, porque aquí nadie reconoce un error nunca.

El nuestro es un pueblo que desconfía tradicionalmente de sus líderes y dirigentes. Ocurre como resultado de la experiencia personal de sufrirlos, pero también de una historia patria que nos ha enseñado a ser desconfiados. Además, los del Sur somos de naturaleza asirocada y desobediente. Eso no tendría tanta importancia si estuviéramos ante una situación distinta: pero esta pandemia se ha cobrado ya cerca de un millón de muertos diagnosticados, y existe cierto consenso científico sobre lo que podemos hacer para evitar que se extienda más. Pasa por evitar el contagio: y la mejor forma de hacerlo es lavarse las manos con frecuencia, huir de las aglomeraciones y evitar respirar el aire que respiran otros. Nadie puede protegerse con el cien por cien de seguridad, pero está claro que si todo el mundo aumenta las precauciones, disminuye el riesgo.

Dicho eso, me resulta indiferente que haya terraplanistas, gente que cree que Trump y Putin son reptilianios, que confíe en las propiedades curativas de la homeopatía o que quiera abolir la ley de la gravedad. También me importa una higa que la gente prefiera la iglesia Jedi o la cienciología a otras ritualidades más antiguas y arraigadas. O que Miguel Bosé piense que los poderosos conspiran para hacernos creer la falsedad de que hay por ahí una gripe bastante cafre y matagente. Bosé y los demás pueden pensar lo que quieran, pero eso es una cosa y otra muy distinta es que las instrucciones de salud pública en situaciones de alarma hay que cumplirlas. A rajatabla, porque cuando uno se contagia, pone en riesgo a todos. Y ayer había por nuestras calles un montón de descerebrados, poniéndonos en peligro a los demás.