Tarde, como casi siempre, y de mala gana, obligado por la presión de la sociedad y de los científicos, el Gobierno central parece dispuesto a asumir un examen objetivo e independiente de su gestión desde que estalló la pandemia. La polarización patológica a la que ha sucumbido la política española no solo empuja hacia extremos irreconciliables las posiciones, sino que todo, incluso lo elemental, lo deforma convirtiéndolo en problema. Esta perversión maniaca lleva a intentar eludir, por temor a un juicio sumarísimo, lo que debería ser de oficio un ejercicio ineludible de revisión y aprendizaje. Saber qué se hizo bien y qué mal durante estos meses resulta determinante para estar preparados ante la siguiente amenaza. La necedad de negarse a verlo tendrá un precio inasumible: más muertos.

El virus sigue ahí. En determinados momentos no lo parece por la concentración y la movilidad de las personas durante este verano tan atípico. Hay que seguir viviendo, aunque no como si nada hubiera ocurrido o sin esfuerzos para adaptarse a unas circunstancias inéditas y restrictivas. Quien pretenda mantener la actividad, las relaciones sociales y el ocio sin modificar nada en su comportamiento no merece otro calificativo que el de temerario. Tras meses de duro encierro, la ciudadanía ansiaba volver a respirar en libertad, a disfrutar de cierta tranquilidad y algunas seguridades. La prueba la tenemos cerca: Canarias durante julio y agosto.

Algunos lugares de la región jamás contemplaron un vacío turístico como el de este año. Los buenos datos de la región en medio del desastre ayudaron a relajar a parte de la población. La ganada marca de paraíso sin covid contribuyó también a generar entre la ciudadanía una imagen falsa de invulnerabilidad, una sensación de confianza que lleva al relajamiento en las precauciones, la cruz de la moneda. Pese a que las comprensibles ganas de diversión, particularmente entre una población joven sin alternativas, están multiplicando los nuevos contagios, el sistema sanitario canario sigue controlando por ahora razonablemente bien la situación. Los hospitales apenas notan la carga. Los rastreos y las pruebas PCR para acotar los rebrotes que se realizan aquí son impensables en otras comunidades

Ni un muerto más por un patógeno inesperado. Ni un minuto más con el país encabezando todas las estadísticas indeseables. Con este único objetivo deberían estar echando ya la vista atrás las administraciones, la central y la autonómica, y los políticos, en el poder o en la oposición, porque eso es realmente lo importante. Existe una evidencia: la incidencia y letalidad del virus en España es una de las mayores del mundo. Sucedió en plena crisis. Empieza a ocurrir igual ahora. La repercusión por autonomías ha sido también muy diferente. Sin desentrañar las razones de estas singularidades, la tragedia volverá a marcarnos a fuego al mínimo descuido.

La experiencia de la lucha cuerpo a cuerpo contra la enfermedad ha conseguido que llevemos aprendidas cosas. Gracias a ello esta oleada de infecciones no reviste el dramatismo de la primera. No basta porque las lagunas son aún inmensas. El estrés sufrido por la red asistencial dejó en evidencia enormes desigualdades, descentralizaciones irracionales, una caótica gestión de los profesionales, la carencia de instrumentos legales eficaces para proteger la salud en momentos extremos y un reino de taifas sanitario, anomalías que merecen una explicación para que el enorme descosido no termine en desgarro irrecuperable.

La tarea de diseccionar lo ocurrido no puede reposar nunca en las manos de gobernantes que fueron parte del proceso. Únicamente una comisión independiente, seria, neutral, rigurosa y con conocimiento de causa tendrá credibilidad para acometer el análisis. Lo acaba de reclamar la élite de los científicos españoles y de 'motu proprio' deberían de haberla promovido antes los miembros del Ejecutivo. Para saber, nunca para convertirla en un campo de batalla de demagógicos y electorales ajustes de cuentas.

Las sociedades avanzadas y exitosas son aquellas que gozan de li¬de¬raz¬gos res¬pon¬sa¬bles, sentido comunitario y arraigadas vir¬tu¬des públicas como la asunción de deberes, además de derechos, el respeto a los demás y la cooperación. La española todavía queda lejos del nivel óptimo en esos aspectos. En particular, en lo que atañe a la rendición de cuentas, un indicador máximo de calidad democrática. Examinar lo que nos pasó constituye un desafío político y moral que necesitamos encarar con decisión, sin falsas soluciones ni promesas engañosas, para cambiar y fortalecernos. Estamos, como escribía el poeta, en el instante justo de "encariñarnos con las preguntas" porque en las respuestas nos jugamos nuestra viabilidad como nación respetable, segura y desarrollada.