Los pueblos necesitan un centro sólido y estable que beba de un mito común, compartido por la mayoría de la sociedad. No hablo del centro ideológico, aunque en ocasiones pueda coincidir con él, sino de un espacio amplio de consenso en torno al cual se reúnan las diferencias. Creo que fue san Agustín quien observó que incluso los hombres más distintos pueden conversar como amigos y es en la mirada benévola de esa amistad donde el obispo africano situaba el fundamento primero de la política. Hay una larga tradición aquí que haríamos mal en despreciar. Sin un centro sólido, el hombre se atrinchera en uno u otro extremo y empieza a percibir la diferencia no ya como riqueza sino como una causa de sospecha o incluso de odio. "Me odian sin razón", se lamenta el salmista, y esta ausencia de motivo no escandaliza a nadie porque, cuando el alma de los pueblos se ha pervertido, todo el mundo se cree investido de una perniciosa superioridad moral. San Agustín distinguía con finura entre lo que los romanos denominaban studiositas, la virtud de la seriedad y el trabajo, y los peligros recurrentes de la curiositas, la cual tiene menos que ver con el diletantismo que con el gusto por la superficialidad y el espectáculo. Por supuesto nuestro mundo, tan definido por las puntas emocionales de las noticias, el martilleo incesante de las consignas de brocha gorda y las soluciones pergeñadas a la medida de los demagogos, traza una geografía perversa delimitada por los peores rasgos de la curiositas latina. Un mundo sin centro es también un mundo sin sustancia.

Cuando los liberales -lo cuenta Helena Roseblatt en La historia olvidada del liberalismo- comprobaron los efectos del asalto populista a sus ideas en los movimientos revolucionarios de 1848, propusieron la reforma moral como único remedio adecuado para evitar la ruptura de la sociedad. La democracia liberal -ayer y hoy- exige unas virtudes previas que la hagan viable y la protejan de la tiranía de las masas o del autoritarismo de las oligarquías. Los liberales de aquel momento lamentaban el egoísmo de las elites y su escasa voluntad de formar políticamente al pueblo. El fracaso de las naciones es consecuencia de esa incapacidad de la educación para modelar el alma del ciudadano. La curiositas, el amor por el espectáculo y el cotilleo, la pulsión homicida por desproveer a todo hombre de su dignidad, desecan la tierra fértil de la democracia, la agostan y la desertizan, convirtiendo el ágora en un espacio irrespirable. Hay una tragedia que se oculta tras esta danza de la frivolidad en la que llevamos ya más de una década inmersos. Hay una tragedia porque ya no utilizamos la crítica para construir, sino que revestimos la envidia y el rencor con el lenguaje de la justicia. Insisto, el hombre democrático se educa en la amistad y, consecuentemente, en el respeto. Y, por eso mismo, en democracia los códigos penales evitan incurrir en lo que llamamos "populismo punitivo" y apuestan, en cambio, por la reinserción del preso. Esa idea, en el fondo prudente pero benévola con la naturaleza humana, forma parte del mito común que nos hermana como ciudadanos. No la perdamos en nombre de nuestras pasiones más dañinas. El moralismo exacerbado es el peor enemigo de la moral. Y tal vez sea también el peor enemigo de la democracia.