Es posible que todo ser humano tenga siempre algún aspecto vulnerable o, por lo menos, debilidades o tendencias a la transgresión. Por decirlo a la llana, alguna metedura de pata digna de ocultar que pudiera menguar nuestro prestigio. Es más, diría que salvo en casos de seres muy privilegiados de conducta o escasos de mejores ocasiones, la probabilidad de errar sería regla general. Se ha dicho que quien no hace nada no se equivoca nunca. Vivir es asumir los riesgos. Somos falibles por naturaleza. De ahí que existan normas, códigos, reglas de conducta, autoridades, jueces, policías, vigilantes, cárceles y guardias de la porra. Todo eso, sin llegar a los ejércitos que son sin duda palabras mayores. Una debilidad, un fallo, una pasión desordenada, una claudicación, una ofensa, un descuido, una agresión, un delito: toda alteración voluntaria contra los derechos ajenos requiere una reparación o al menos una condena. Esa es la teoría, más o menos, pero en la práctica existen valoraciones diferentes, puntos de vista dispares, intereses en pugna. Lo vemos y vivimos estos días con el caso del rey padre, don Juan Carlos de Borbón, constituido por el poder iconoclasta que nos aflige en uno de los pretextos que se busca para abatir la Monarquía. Objetivo sin duda hasta explícito ya en determinados sectores del Gobierno. Le parece a este periodista que las fuerzas políticas razonables que aún quedan en izquierda y derecha se muestran impotentes o demasiado cautas para detener una deriva que nos lleva al derrumbe del actual estado de derecho. Proceso determinado por los particularismos de partido y las ambiciones personales que obturan la única salida viable para recuperar el Estado de Derecho y salvar nuestra forma de Estado sin los arriesgados experimentos que desbocaron en las catástrofes de los años treinta. Digo todo esto al considerar muy triste el caso de don Juan Carlos de Borbón, a quien, siendo él pretendiente, me tocó saludar en nombre de los periodistas hace casi medio siglo con un breve discursillo que terminaba así: "Los periodistas confiamos en que seréis también defensor de la libertad y la independencia de la información. En esa confianza, estaremos con Vos al servicio de España". Años más tarde, ya en democracia, un pequeño grupo de periodistas de provincias fuimos recibidos en la Zarzuela por los ya reyes en ejercicio, don Juan Carlos y doña Sofía, con los que pudimos estar una tarde inolvidable de distendida conversación. Y comprobar que los reyes son también de carne y hueso. A lo que el comentarista quiere llegar es a la consideración de que el voluntario exilio del rey padre parece injusto y es desde luego humillante. Se puede interpretar de diversas maneras: como una huida, como una liberación, como un castigo, como un servicio a la Institución, como una claudicación... De momento, ya hay quienes se apresuran a retirar su nombre de las calles. Todos estos efectos son, desde luego, lacerantes. El rey padre no ha sido condenado sino perseguido. Sus fallos fueron humanos, algunos clamorosos, pero incentivados por la propaganda y hasta parece que consentidos por sus consejeros. Pero también, sin probar. ¿Pueden todos sus perseguidores tirar la primera piedra? Lo único cierto es que continúa la tarea de zapa sobre lo establecido. Incluso, diríamos, a cara de perro. Un paso más en el desmontaje de la Transición. El comentarista se cuestiona si el próximo objetivo no pudiera ser la propia forma de Estado. Mientras tanto, los tenaces particularismos de los partidos políticos de la derecha entorpecen una solución que juntos tendrían en la mano.