La monarquía española, piedra angular del edificio del régimen democrático en el que este país basa su convivencia, para muchos una institución anacrónica, es aún para la mayoría de los españoles el principal garante de la unidad de España y sigue representando la vigencia de los valores esenciales de la Constitución de 1978. La decisión del Rey emérito de abandonar el país tras conocerse detalles de la investigación que le vinculan al supuesto cobro de comisiones multimillonarias por la construcción del AVE a La Meca abre una etapa plagada de minas para la Casa Real, por cuanto los ataques más radicales contra Juan Carlos I pretenden atentar también contra la legitimidad del

actual Rey, quien ha dado, en los primeros años de su mandato, muestras evidentes de responsabilidad y respeto a ultranza de los preceptos democráticos.

Existen pocas dudas del compromiso del Felipe VI con los ideales que consagra el texto constitucional que los españoles convenimos en referéndum como norma básica hace más de cuarenta años para compartir un espacio de paz y libertad, y que dio pie a una etapa de progreso sin precedentes en los últimos siglos de la historia de España. El monarca, que accedió al trono tras la abdicación de su padre en junio de 2014, ha sido desde los inicios de su reinado contundente en la defensa del sistema político por el que nos regimos los españoles. En su discurso ante los galardonados con los premios Princesa de Asturias el 20 de octubre de 2017, Felipe VI afianzaba el compromiso con la unidad y la estabilidad de España en un plan común y solidario que atañe a sus distintos territorios: "Ningún proyecto de futuro se puede construir basándose en romper la convivencia democrática; ningún proyecto de progreso y libertad se sustenta en la desafección, ni en la división -siempre dolorosa y desgarradora- de la sociedad, de las familias y de los amigos: y ningún proyecto puede conducir al aislamiento o el empobrecimiento de un pueblo. La España del siglo XXI debe basarse en una suma leal y solidaria de esfuerzos, de sentimientos, de afectos y de proyectos".

La ejemplaridad ha de ser norma principal de un buen monarca. La de Felipe VI ya se había puesto claramente de manifiesto el pasado mes de marzo cuando, en una decisión de enorme peso personal, renunció a la herencia de su padre y le retiró la asignación que recibía de los fondos del Estado por distintas informaciones que aseguran la existencia de fondos supuestamente ilícitos de Juan Carlos I en paraísos fiscales. Antes ya había dado muestras de que, como cabeza de la Casa Real, no le temblaría el brazo ni aún frente a los desmanes de su propia familia, cuando incluso antes de que su hermana Cristina fuera absuelta por el "caso Nòos" decidió retirarle el título de duquesa de Palma y levantó un muro infranqueable con los Urdangarín. De igual forma fue contundente su valiente discurso en defensa de la unidad de España tras la deriva secesionista en Cataluña.

Como el filósofo Ortega y Gasset reflexionaba en un capítulo de su ensayo "El espectador", cabe reconocer que "cuando un hombre llega a ser ejemplar en algo alcanza lo más alto que al hombre le es permitido". En esa misma obra, el ensayista hablaba del liderazgo como "la excelencia, la superioridad de cierto individuo que produce en otros, automáticamente, una atracción, un impulso de adhesión, de secuacidad". A un líder se le sigue por convicción, de manera que liderar a la nación como ejemplo de compromiso y comportamiento intachable es cometido ineludible del Rey en el empeño de recuperar el prestigio perdido por la institución.

Es cierto que sobre el futuro de la Corona se ciernen nubarrones, algunos aventados desde un Gobierno de coalición en el que el ala más izquierdista, que representa Unidas Podemos, reclama ya abiertamente un debate sobre el fin de la monarquía y el advenimiento de la república. En este país y en este momento de extrema polarización de la vida pública no existen ni anuencias sociales ni consensos parlamentarios suficientes para abrir ese debate, que de llevarse a cabo debería acometerse con mesura y sosiego. Poco habríamos aprendido los españoles de nuestra propia historia si, por enconamientos políticos e intereses bastardos, retornaran los enfrentamientos fratricidas que sobrevinieron cada vez que se acometía un cambio de régimen de manera cruenta. Hacen trampa quienes pretenden confundir a la monarquía con la figura del Rey emérito.

Lo que España necesita en este momento es unidad y estabilidad para hacer frente a las consecuencias devastadoras de la pandemia y a la nefasta situación económica sobrevenida como consecuencia del covid-19. En esa tarea, que ha de reunir los esfuerzos de las fuerzas políticas y económicas y de la sociedad en su conjunto, Felipe VI, que reina aunque no gobierne pero que ha elevado con firmeza el listón de la ejemplaridad en la Casa Real al alejarse de las actitudes de su padre poco compatibles con la dignidad de la institución a la que representa, ha de erigirse en árbitro y en faro.