A veces piensas que para qué escribir de lo que pasa si lo que pasa nos atropella, día sí, día también y la actualidad se desmenuza, cada minuto, en las redes, de manera tan pormenorizada y tan obscena que ya no recuerdas ni lo que sabías antes de leer toda esa metralla.

Problemas del primer mundo, los llaman.

Los problemas de verdad están en otro lado y, solo cuando golpean, apremiando, a nuestra puerta, reparamos en ellos.

Los problemas reales son gente muriendo todos los días, como un goteo inacabable, en el continente de al lado, ese que no queremos nombrar, no sea que despertemos al león dormido, que ya se han encargado de inocularnos bien el miedo a la invasión.

Los problemas reales son jóvenes y niños y madres a los que el coronavirus no les cambia nada porque tienen, desde que nacen, preocupaciones mucho mayores. Comer. Beber. Seguir respirando.

La pandemia que para nosotros ha significado el apocalipsis es, para ellos, un contratiempo más, uno de miles que se vienen solapando, desde siglos atrás, en su cotidianidad, donde la enfermedad no da tregua.

Este mal que hemos comparado a una guerra mundial, que nos ha dejado heridos e inermes, que nos ha colocado frente a nuestra propia fragilidad, que nos ha quitado con la mayor crueldad a la gente que queríamos, es, para ellos, una de tantas fiebres recurrentes de la que olvidarse cuando llega otra aún más letal.

Nosotros queremos volver a lo que teníamos. Ellos, que nunca han tenido nada, quieren saber qué se siente cuando hay comida en el plato, agua al alcance de la mano y una pastilla que marque la diferencia entre vivir y morir.

Nosotros estamos temblando porque no vienen turistas y, a los que vienen, les sacamos la alfombra roja, les permitimos pasear sin mascarilla y, si se contagian en nuestro suelo, les pagamos los gastos médicos, la repatriación sanitaria y el alojamiento durante la cuarentena. All-inclusive, míster.

Ellos llegan enfermos, asustados y vencidos a no saben dónde y los dejamos tres días en un muelle, como despojos que hubiera traído consigo la marea. Y que los aíslen, sí, claro, que no nos peguen nada, que los vigilen para que no salgan, pero no en mi barrio, no en mi pueblo, no en mi casa.

Nosotros no obligamos a nuestros hijos a ponerse la mascarilla, nos vamos de chuletada los domingos con los del equipo y besamos a nuestra madre y a nuestras diez amigas íntimas porque, chica, son muchos meses y somos gente que necesita el contacto físico para vivir.

Ellos pasan de la miseria al horror y, nosotros, espoleados por el miedo y la desinformación, les levantamos barricadas y les cerramos el paso porque esto ya es insostenible, que aquí no venga más nadie.

Nosotros no somos racistas, pero. No somos aporofóbicos, pero...

Nosotros matamos al mensajero y nos cabreamos si salimos abriendo los informativos o rellenamos los programas de la mañana porque en qué lugar nos están dejando.

Nosotros vamos a un festival en la playa sin pedirle credenciales al de al lado y queremos fiestas y procesiones porque vivimos de eso.

Nosotros ya no nos acordamos del Telémaco ni del Nuevo Teide ni de tía Candelarita, que nos mandaba a pedir dinero cuando la peseta se cambiaba por suficientes bolívares.

Nosotros somos gente humilde y solidaria, solo estamos defendiendo lo nuestro.

Ellos no son nada, a menos que sepan jugar al fútbol y puedan salvarse, así, de las calles y la pobreza y, al tiempo, nos salven a nosotros de tener que pensar si en realidad somos quienes decimos que somos.