La controversia sobre el viaje a ninguna parte del rey mérito va a durar todo lo que el sectarismo exija y la demagogia aguante. Y la demagogia cuando no es de goma, resulta de criterio elástico. Los que quieren propinar en el culo de Juan Carlos I una patada a Felipe VI han adoptado dos estrategias distintas: la de fingir salvar la institución legitimando la figura del hijo que mata al padre y la de mesarse los cabellos clamando por justicia y denunciando al huido. En último caso y hasta que amaine, el emérito huiría del desprestigio y de la inoportunidad, pero no de rendir cuentas ante una ley que todavía, al menos, no se las ha exigido. No hay que olvidarse de que el viejo monarca se sabe que recibió un regalo seguramente injustificable pero está por probar que lo hiciese cometiendo un delito de tráfico de influencias. Otra cosa es que estuviese rodeado de comisionistas por todas partes desde el momento en que decidió sacrificar una carrera como Jefe de Estado para engolfarse de mil maneras. Pero no hay abierta una causa contra él, de modo que es imposible que huya de la Justicia como tóxicamente se empeña en recalcar Pablo Iglesias y el entorno podemita. No puede ser prófugo el que no tiene motivos para ello. Ni perseguido por la ley al que la ley no persigue. No hablamos de Puigdemont, al que el podemismo jamás reprochó, en cambio, que se fugase después de haber puesto a España en una situación de aprieto y de haberse rebelado contra las instituciones. Juan Carlos I acabó convirtiéndose en el cazador cazado y con su imprudencia temeraria ha facilitado que se extienda un ansia de guillotina en unas circunstancias especialmente extremas del país. Iglesias y los suyos, con una falta de escrúpulos absoluta, mantienen con sus socios socialistas un pulso gubernamental para la galería, fruto de una disputa republicana impostada que llega hasta donde peligren sillones y sueldos.