Y fue entonces cuando el Dios Borbón se hizo carne, para caer en las tentaciones propias de los seres de moral discutible. Forjado su trono en una dinastía endogámica de sangre azul, utilizó la herencia del dictador para crear un consenso democrático en torno a su figura. Él salvó a España del intento golpista como solo lo habría hecho un gran jefe de estado, con la determinación y el sentido común de los héroes con información previa. El jefe de todos los ejércitos hizo valer su condición de garante de su propia continuidad, por nuestro bien constitucional, y consiguió que los españoles lo quisieran como era. Truhan y señor, rey embajador de las relaciones públicas internacionales y comisionista nivel puto amo, mujeriego y escaparate digno de la euforizante clase media, aquel que volvió del exilio para ser simpático y respetado. Extraña doble condición que supo rentabilizar, Él, llamado Juan Carlos, el campechano, que aún vive y reina en la profundidad de las Españas que tan bien saben amarse y odiarse, antes y después de la transición. A veces madre y siempre madrastra, camisa blanca de mi esperanza depositada en Felipe, el primogénito, el sexto de su especie, casado con una plebeya periodista, signo de los viejos nuevos tiempos que corren al sur del Club Eurocéntrico, esa brillante cuchilla de aire frío clavada en una noche de verano. No es casualidad, que el anuncio anunciado llegue en la canícula del agosto vacacional, con el país y los ultranacionalismos sobrepasados por la pandemia covidiana. El statu quo político económico quiere salvaguardar el consenso, y ahorrarse aventuras republicanas. Crujen las costuras del 78, con unos peligrosos locos de izquierdas pisando moquetas. Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Y dicho esto, el Dios humano desapareció de entre nosotros, sus eméritos súbditos.

Rafael.dorta@zentropic.es