A pesar del chistoso y ocurrente tuit de Rufián, la decisión de Juan Carlos I de abandonar España no es precisamente una buena noticia. Probablemente ni para él, ni para el Gobierno, ni para la monarquía, ni para la democracia. Es un desastre: la constatación de que este país nuestro tiene lo que se merece, que es la maldición de arrastrar sus propias miserias por la Historia sin aprender nunca de ellas.

Me explico: como muchos de los españoles de mi generación no soy monárquico, ni podía serlo. Era un joven de izquierdas, republicano por tanto, que vio nacer la monarquía de Juan Carlos convencido de que era una imposición, un legado franquista, cuya misión era mantener al país en el atraso de una reforma que no se atrevía a hacer limpieza con el pasado. Seis años después, con Carrillo y Suárez aguantando en sus escaños del Congreso los tiros al aire de un energúmeno con bigote, y el país y sus representantes reptando por los suelos, empecé a entender que a lo peor las cosas no eran tan simples como yo creía. Supongo que aquella noche me hice juancarlista, como la inmensa mayoría de españoles de entonces. Fue muy práctico, solo teníamos que ser juancarlistas, no monárquicos. No hacía falta simpatizar con la monarquía, sólo con ese tipo tan campechano y simpático, extrovertido y un poco baranda que era nuestro borbón.

Eso nos duró tres décadas. Es mucho tiempo, el necesario para que surgiera otra generación, una que no le había visto nunca las orejas al lobo y no tenía deuda alguna de gratitud ni con el rey ni con los suyos.

Los suyos: la Reina Sofía seguía sirviendo a su casa en silencio y con elegante resignación y el heredero ya había matrimoniado con una rubia divorciada y de buen ver, garantizando hijos, obligación esencial de un monarca. Pero con el caso Noos quedó demostrado que en todas las familias cuecen habas, y que en este país la proporción de golfos por metro cuadrado no hace distingos: cuanto más arriba, más opciones de llevarse el premio gordo. Ese descubrimiento llegó en muy mal momento: Zapatero había abierto la veda, fue el primero en poner de moda el republicanismo en un país donde República sonaba a democracia y justicia social, pero con muchos líos. Zapatero no se refería a esa República (la nuestra), sino a la de Philip Pettit, profesor irlandés, pero entre una cosa y otra, en el PSOE comenzaron a desmontar los pactos de la Transición: fue solo un juego, nadie pensó que fuera a ocurrir de verdad. Hasta qué llegó Podemos a volar lo que quedaba.

Supongo que a Juan Carlos lo cogió viejo, con la cadera frágil, dedicado a la caza mayor y la de alto standing, y acabó por tirar la toalla. Había dejado de entender el país que había cambiado, y el país que había cambiado dejó de entenderle y apreciarle a él.

Lo del emeritaje fue un mal asunto cantado: los reyes no se jubilan, se exilian. Porque no hay nada más difícil que sobrevivir a la lupa cuando nadie te protege. Y a los reyes caídos no les protege absolutamente nadie. Ya se ha visto que el único que ha dicho algo a su favor ha sido Marichalar.

No es difícil entender lo de la cuenta suiza, a Juan Carlos siempre le movieron dos constantes: consolidar la monarquia y prepararse por si las moscas, la casa Borbón sigue siendo (a pesar de estos lodos) la monarquía más pobre de Europa, y el nuestro es un país difícil.

No tengo ni tendré claro nunca qué clase de soborno es el que paga el cliente (la casa de Saúd) y no el vendedor (el AVE), pero fuera un regalo o no, los cuartos acabaron en manos de una señora con mucha más lengua que seso. Tenía que ocurrir. Las preguntas ahora son si una familia puede sobrevivir a un parricidio, si la Constitución del 78 aguantará y esta vez saldrá a la segunda. O si vivimos al borde de cumplir los sueños revolucionarios de un lector de Gramsci obsesionado con Juego de Tronos.