Una mañana helada de noviembre de 1948, Juan Carlos de Borbón abandonaba el exilio en el que se había instalado su familia y bajaba de un tren destartalado en Madrid camino del Palacio del Pardo, y una tarde calurosa de 2020 se ha exiliado de nuevo y quizá definitivamente, mal cumplidos los ochenta. Los Borbones españoles son monarcas que reinan entre dos exilios. No sé a qué cretino se le ha ocurrido esta performance, pero ha sido un grave error. El rey emérito anuncia a su hijo por carta que se va de España "por la repercusión pública de ciertos acontecimientos de mi vida pasada". Se marcha, eso sí, "en estos momentos", pero sin precisar a dónde va y cuándo piensa volver y sin soltar una sílaba, obviamente, sobre esos acontecimientos de su vida pasada tan graves que le aconsejan abandonar su país. En definitiva, sin contestar a la pregunta "y usted, Señor, ¿por qué se va?" Porque el para qué puede intuirse, pero el por qué es algo que debería precisar y argumentar. Se lo debe al país, a los ciudadanos españoles y a sus representantes democráticos, incluso, a su propio hijo, Felipe VI. Es lo único que debe y no puede pagar con dinero.

En todo caso es difícil entender en qué puede ayudar a la Corona la marcha de Juan Carlos, que seguirá perteneciendo a la Casa Real y manteniendo el título de rey emérito. Si como parece lo más probable, la inmunidad del anterior jefe del Estado se prolonga hasta su abdicación, y los tribunales españoles y suizos no pueden encausarle, este inopinado exilio carece de sentido. Si puede ser imputado y en su caso procesado, Juan Carlos I no debería contemplar otra opción que quedarse y defender su inocencia. En la Corte de sus antepasados, cuando el rey abandonaba unos aposentos, el protocolo impedía que los presentes hablaran del monarca. Tenían que abandonar esas habitaciones para poder referirse a Su Majestad. Se me antoja realmente difícil que ocurra lo mismo en Twitter. La ausencia del Borbón y Borbón de territorio patrio no impedirá que se siga hablando de sus escándalos o investigando su conducta. Dentro y fuera de España.

Si se quiere salvaguardar la monarquía, el trabajo por hacer debe centrarse en Felipe VI, no en su padre. Es imprescindible poner en marcha un conjunto de reformas que afectarían incluso a la Constitución y que debieron emprenderse en el tránsito entre ambos reinados: transparencia económica, límites de la inmunidad, desaparición del mando supremo de las Fuerzas Armadas, entre otras varias. La Corona no se salvará con el último y desesperado ejercicio de juancarlismo lacrimógeno y nostálgico o apelando a los buenos oficios que prestó el todavía rey emérito en los primeros lustros de su reinado, sino reformando la institución monárquica para que vuelva a recuperar una legitimación democrática muy desgastada y continúe siendo una herramienta útil para un país inmerso en una crisis agónica y una polarización política embrutecedora. Respecto a Juan Carlos, el final de su vida tiende a parecerse a la de cualquier vida, después de tanta pasta, tantas mujeres, tanto oropel. Podría decir, como José Angel Valente: "Porque es nuestro el exilio. No el reino".