Robert Houghwout Jackson, magistrado del Tribunal Supremo de los EEUU, dejó redactada en una sentencia del año 1950 la siguiente frase: "El electorado debe cultivar una inteligencia independiente y responsable para preservar a nuestra democracia de la sumisión, la timidez y la mentalidad de manada que conduce a la tiranía de la mediocridad". La idea que subyace invita a concluir que el sistema democrático tan sólo funciona bien cuando una ciudadanía con criterio, correctamente formada e informada, ejerce con responsabilidad su función de control y dirección política en cada proceso electoral, ya sea en el ámbito estatal, local o supranacional. Sin embargo, se viene alertando desde hace mucho tiempo de que la población no está cumpliendo sus funciones para que ese engranaje del sistema de libertades funcione con la debida precisión. Tal vez por esa razón Winston Churchill sostuvo que el mejor argumento en contra de la democracia era una conversación de cinco minutos con el votante medio.

La gente suele ser muy crítica con sus dirigentes políticos, con el entorno que le rodea y con las crisis que vislumbra (económicas, sociales o de otra índole). A menudo en las conversaciones la población juzga con severidad a sus mandatarios y reprende con vehemencia a quienes ocupan cargos de representación o detentan el poder pero, paradójicamente, dichas personas con facultades de mando están ahí después de haber recibido democráticamente los votos de esos mismos electores que después se echan las manos a la cabeza, como si nada de lo que sucediera tuviese que ver con sus decisiones y conductas.

Así, millones de hombres y mujeres asistieron con asombro e incredulidad a la victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016, sin pararse a pensar que más sesenta y dos millones de votantes se decantaron por su candidatura y que en Estados Unidos se tolera desde siempre un sistema electoral en el que no es la mayoría de votos lo que prima a la hora de elegir a su Presidente. Otros tantos se asustan ante el ascenso al poder de algunos personajes que lideran países democráticos por la sencilla razón de que una abrumadora mayoría de votantes les ha colocado al frente de sus Gobiernos. Sirva como ejemplo el caso de Jair Bolsonaro, que preside Brasil gracias a más de cincuenta y siete millones de votos, superando en más de diez puntos de ventaja a su inmediato rival. Después podrán venir las quejas y las lamentaciones pero, en sus orígenes, existe un contundente respaldo en las urnas que legitima a semejantes gobernantes.

Evidentemente, quedan al margen de este análisis los Estados que no son democracias como tal y aquellos disfrazados de una falsa formalidad democrática pero que, en realidad, carecen de garantías y libertades (en Rusia, Turquía o Venezuela también se celebran consultas, si bien en ausencia de los mínimos requisitos). Abundando en esta idea, desde 2006 se elabora por la Economist Intelligence Unit de The Economist el Democracy Index, junto al Índice de Democracia Anual del Instituto Varieties of Democracy (conocido como V-Dem Institute), que publican regularmente su listado de democracias plenas, semiplenas y falsas, y donde los tres países citados anteriormente figuran marcados en rojo a causa de sus deficiencias democráticas y su ausencia de libertad real. No obstante, el problema que planteo en este artículo hace referencia precisamente a este listado de naciones reconocidas por todos los indicadores como "democracias plenas" y en el que se incluye la práctica totalidad de los países europeos y americanos.

Para mejorar nuestra democracia es necesario afrontar dos grandes retos. En primer lugar, concienciar a la ciudadanía sobre su cuota de responsabilidad frente a las situaciones generadas dentro de sus sociedades (bien por acción o bien por inacción política), y formarle e informarle sobre ello de una manera crítica. Y en segundo, mejorar drásticamente las normas electorales vigentes para que, de modo efectivo, se otorgue a cada ciudadano el protagonismo en la elección de sus representantes, lo que a día de hoy se halla en manos de las formaciones políticas y queda cercenado por los intereses partidistas, con la perpetuación de listas cerradas o bloqueadas y con unos sistemas desproporcionados que no presentan una mínima correlación entre el número de votos y el de escaños.

Si no se abordan con prontitud ambos retos, aceleraremos esta deriva desilusionante, cada vez más distanciados de nuestros representantes y, por supuesto, más inconscientes respecto de nuestra responsabilidad en lo que acontece. No será, pues, descartable que un mal día nos despertemos tan desencantados de esta llamada Democracia que alguien se aventure a buscar otras vías para gobernar. Y, si se abre esa veda, nadie sabrá ya lo que pueda pasar. Esforcémonos pues en establecer la gran diferencia existente entre un ciudadano en democracia (con sus derechos y obligaciones) y una mera persona en sociedad (al albur de las decisiones de una clase gobernante a la que mira con desafección, indiferencia ya recelo).

(*) Doctor en Derecho.

Profesor de Derecho

Constitucional de la ULL.