Nadie sabe dónde reside el dinero. No me refiero, afanado lector, al capital que llegaremos a manejar usted y yo, calderilla en el fondo del agujero. Estamos hablando de los que manejan el cotarro, usted ya me entiende. Porque al final, si esto es un juego global con un balón en disputa, que pasa muy rápido de unos a otros, que se esconde y aparece en otro sitio, sin que nadie lo pueda localizar en unas coordenadas concretas, podemos concluir que el dinero es un asunto altamente dudoso. Como desentrañar, pobres mortales, la complejidad de los circuitos por los que discurren cifras ininteligibles, contabilidades creativas que multiplican y dividen ceros, no digamos los márgenes que desembocan en misterios insondables, universo paralelo de pérdidas y ganancias. A quién se le ocurre ni tan siquiera la feliz idea de atrapar este sueño al alcance de unos pocos, la minoría con más dinero que muchos países juntos. Lo intangible que no nos deja dormir, pornográfico objeto del deseo desde que abrimos los ojos al capitalismo incesante, cuanta felicidad en el centro comercial, que coche necesitas, la casa que te mereces, cómpralo ahora y muérete después. Quizás los banqueros, representantes de todo lo bueno que hay en la Tierra, saben cosas que usted y yo desconocemos, querido esclavo consumidor que luchas por tu improbable cachito de felicidad. Me perdonará, avezado lector, llámeme loco, pero si el valor subjetivo del dinero es una ficción que admitimos como real, entonces por qué no inventar el derecho a una renta básica, un nuevo relato del dinero, acabar con la vieja guerra de poder y subsistencia, quitar sonido y subtítulos, dejar que hablen las imágenes desnudas. Hombre y mujer atraviesan, extenuados, un desierto de sal, como única posesión una bolsa de monedas y la creciente sospecha sobre su condición de estatuas.

Rafael.dorta@zentropic.es