Los problemas morales que plantea la pandemia en sociedades muy complejas y la ambigüedad de las respuestas disponibles, que inciden en el clima de incertidumbre, pueden resumirse así: diversas élites económicas, ideológicas y mediáticas, con poca sustancia y menor rigor, dieron en explicar la anterior crisis económica diciendo que los españoles "vivimos por encima de nuestras posibilidades"; ahora, algunos, parece que están a punto decir que la próxima crisis se deberá a que los españoles "morimos por encima de nuestras posibilidades". En efecto: tenemos la impresión -algo exageradamente- de que no sabemos ser cautos para administrar nuestra capacidad de contagio y la evolución de la infección. Y por eso escuchamos a cada rato que la cuestión consiste en asumir de manera extrema la responsabilidad de cada cual. Para que no haya duda diré que estoy de acuerdo con esta necesidad de responsabilidad y con las medidas de autoprotección-heteroprotección. Pero a partir de ahí surgen algunos problemas.

El principal ha sido, y es, la constante invocación a esa responsabilidad para no incrementar la obligación legal, sancionable, de ciertas medidas. Lo que nos recuerda que ser responsable no es lo mismo que ser culpable: no se puede considerar igual al joven que no se pone la mascarilla -por estúpido que sea- que el empresario que se lucra en nombre de la libertad que asiste a los jóvenes para usar o no la mascarilla o al empresario agrario que se beneficia de unos temporeros al borde de la inanición. Eso es lo mismo que considerar igualmente culpables de la suciedad urbana a la persona que tira un papel al suelo que al concesionario de la limpieza que gestiona mal su empresa. Obsérvese: el joven es plenamente irresponsable, pero no es igualmente culpable. No es una cuestión de grado, sino sustancial. Por eso las apelaciones a esa responsabilidad abstracta sólo difieren el problema y nada arreglan ni previenen.

Es así porque en nuestras sociedades es posible acotar la culpa individual mediante definiciones jurídicas más o menos felices, pero la responsabilidad como hecho moral no es exactamente individual sino que está enmarcada en un conjunto de prácticas sociales y culturales: el grupo no sólo decide lo que es aceptable o no, sino que, también, enuncia las prácticas de exigencia, repudio, escarmiento. Es cierto que si todos llevaran la mascarilla no habría que exigirlo legalmente, pero más adecuado es decir que no lo sería si cada ciudadano sin mascarilla encontrara el rechazo de su entorno: si sus padres no le dejaran salir de casa, si se llamara a los padres para acusar al hijo de ir sin mascarilla, si al pasar por nuestro lado le llamáramos la atención. Si no es así será porque, todavía, dicha práctica de peligro no se aprecia como intolerable. Imaginemos que viéramos a la misma persona maltratando a un perro o insultando a un anciano. Se me dirá que eso podría plantear nuevos problemas: conflictos del orden social y que antes que meternos en esos líos mejor que intervenga la policía. Cierto: por eso es importante que exista una prohibición formal y un sistema de sanciones. Hagámonos el ánimo: esto sí es nueva normalidad. La libertad cambia de rostro: la mascarilla la distorsiona, pero no es atacar a la libertad posible -los muertos, los enfermos, los recluidos, tienen muy poca libertad- definir un nuevo terreno de limitaciones. Lo que tampoco significa que cualquier limitación en nombre del coronavirus sea admisible. Significa que habrá que debatirlas socialmente y dejarse de apriorismos de tuiteros.

Parece -por ahora hay un elevadísimo porcentaje de casos cuyo origen se ignora- que las celebraciones familiares son la principal causa de los rebrotes de covid. Es en ese ámbito donde va a ser más difícil reformular un sistema de restricciones, porque es un mundo "previo" a la reglamentación y porque el peso de las tradiciones es especialmente penetrante -y ya sabemos que la familia es el escenario, en nombre de la tradición y la opacidad, de muchas barbaridades-. Si la cosa va mal al final la familia también será invadida por las ordenanzas del Estado.

Pero la familia, por así decir, es inevitable. La segunda fuente de brotes, el ocio nocturno, no es tan inevitable. No pretendo que se declare un toque de queda, pero sí que las decisiones sobre el asunto puedan ser debatidas. Día tras día escucho a dirigentes empresariales de ese sector, en sus más variadas ramificaciones, pedir que no se les demonice. Me parece bien. Pero el argumento que suelen dar es tristísimo: ya cumplen con las normas. Y es pobre porque se lucran con comportamientos peligrosos, y eso les hace especialmente susceptibles de responsabilidad y no caen en que la conclusión lógica es que deben endurecerse las normas. Todo esto sucede porque vivimos en un país turístico, lo que no es bueno ni malo. Pero seguro que si viviéramos de la pesca o de la minería no se plantearía en estos términos. Es áspero, pero lo que hay que plantearse es el nivel de contagios que estamos dispuestos a considerar aceptables para que la crisis económica no sea peor que la sanitaria. Y mirar a ver cómo se mide. De la explotación de temporeros creo que no hay ni que hablar: la crueldad no admite muchos análisis.

Reconozco carecer de soluciones. Afortunadamente no es mi responsabilidad acertar o equivocarme. Solo repetiré que si queremos ir construyendo una sociedad que conviva con el virus durante largo tiempo en condiciones de maximizar la supervivencia con estándares aceptables de convivencia comunitaria, no podemos rehuir estas cuestiones. Los padres han de pensar en el bienestar de sus hijos y en el del conjunto de la sociedad; los hijos y nietos han de pensar en el bienestar de sus abuelos y de toda la sociedad; ciertos empresarios han de pensar en sus intereses y en los de toda la sociedad. Para que los dirigentes políticos, los que han de establecer normas que definan jurídicamente lo que es aceptable y lo que no, a la luz de una responsabilidad ética de nuevo tipo, puedan centrarse sólo en pensar en lo que es bueno para la sociedad. Esa sociedad tan plural y compleja que les atacará, sin apreciar su esfuerzo y fijándose sólo en los peores ejemplos; una sociedad en la que las decisiones políticas nunca alcanzarán el consenso absoluto. Pero en la que enfermará o morirá más o menos gente en función de que intentemos alcanzar acuerdos parciales guiados por la razón. Esa es nuestra responsabilidad moral última.

(*)_Catedrático de Derecho Constitucional