Ha dicho la Confederación Canaria de Empresarios que si la EPA contemplase el número de personas protegidas por ERTE, el paro en Canarias se situaría en el 40 y no el 21 por ciento. Y así es, la relación de personas que deberían estar currando y no pueden hacerlo es de unas cuatro de cada diez. En Canarias hay 226.000 parados, más 140.000 trabajadores en ERTE y otros 90.000 inactivos, por lo que el número de personas que no trabajan hoy en las islas se acerca peligrosamente al medio millón.

Aún así, la sensación general es la de que aquí todavía no ocurre nada grave: algunos agoreros insistimos en la inminencia de una debacle económica y social de proporciones bíblicas, pero enfrente hay una clase política instalada en la autocomplacencia y la frivolidad, que repite eso de que "no se va a dejar a nadie atrás". Ojalá pudiera ser cierto, pero ya hoy es falso de toda falsedad: la frase es un mantra, una reiteración monótona de buenas intenciones para las que no hay soporte, una cantinela bienintencionada que narcotiza a quien la recita y a quien la escucha. Un mantra para obviar el hecho de que esta ruina cada vez más cercana afectará a millones de personas, reducirá los salarios de todos, jibarizará la recaudación fiscal, reducirá salvajemente inversiones en obras y prestaciones sociales, será incapaz de atender a los desempleados actuales y próximos, y al final, cuando la crisis pase se saldará con una deuda que tardaremos treinta años, una entera generación, en acabar de pagar. Eso es lo que va a suceder: acabaremos asumiendo los sacrificios futuros, como hemos asumido los muertos pasados. Porque nunca estuvimos preparados para hacer frente a la pandemia, pero sí para aceptar acríticamente no estarlo.

Ahora, al amparo de esa promesa de que nadie quedará atrás, la sociedad vive en la autocomplacencia y se entontece y engaña a sí misma. Es un secreto a voces, del que no habla nadie, que España no logra aplanar la curva de contagios: la nuestra es la peor evolución de Europa en los últimos dos meses. La última semana duplicamos en número de contagios a países con mucha más población que nosotros, como Francia o Alemania. Pero de eso ni se habla, ni se toman decisiones. Y ya no hay excusa para hacernos los locos. Los gobiernos parecen ausentes, los líderes se hacen fotos, mientras la gente sigue acudiendo a bares y terrazas saltándose todas las medidas de seguridad como si no hubiera un mañana; las playas se llenan, las noches de este verano siguen instaladas en la fiesta y el sarao, los centros comerciales se abarrotan, y el tráfico callejero no para. Es verdad que eso ocurre sobre todo en las dos capitales, porque en los sures, el motor económico está gripado: menos de cincuenta hoteles han abierto sus puertas. Y la ocupación de junio (antes de las restricciones británicas y belgas por el crecimiento imparable de los brotes en territorio peninsular) es cuatro veces inferior a la del mismo mes el año pasado.

La crisis enseña en los sures su futuro rostro: inversiones paralizadas, ayuntamientos endeudados ya este año para pagar a su personal. Cuando llegue lo más duro de nuevo, no tendremos medios para hacerle frente. ¿No dejar a nadie atrás? Ese mantra es un eufemismo. Vamos a quedar todos atrás. Todos, menos los pocos de siempre. Muy atrás.