Qué extraña, qué maravillosa es la realidad (o eso que desde Aristóteles llamamos realidad, aunque sigamos sin saber muy bien en qué consiste). En Mongolia, un chico de quince años se come una marmota cruda y muere al contraer la peste bubónica, una enfermedad que creíamos extinguida (no lo está, y parece ser que no hay cura conocida para el contagio). Y en España, un presidente del gobierno tiene que ir a mendigar la ayuda europea para evitar la quiebra inminente del país, y cuando regresa se hace aclamar por sus ministros y parlamentarios como si fuera un héroe de la Ilíada que ha derrotado a un enemigo muy superior frente a las murallas de Troya. Todo eso, que ha sucedido en ese territorio nebuloso que llamamos realidad (los casos de contagio de la peste bubónica están confirmados por la Organización Mundial de la Salud), son cosas que nos parecen tan asombrosamente irreales que nadie en su sano juicio las consideraría verosímiles, pero no tenemos más remedio que aceptarlas. Han sucedido. Son reales.

Y además, hemos podido ver con nuestros propios ojos la recepción entre aplausos del gran héroe que volvía a casa después de haber conseguido una gran victoria a costa de los presupuestos europeos. Batman contra los Frugales. MisterProgress contra los mezquinos dogmas calvinistas de los pequeños burgueses que ahorran porque son tan siesos que no saben ni gastar su dinero. Y esa escena que parecía del No-Do de los años 50 -faltaban los obispos y faltaba la entrada bajo palio- se ha visto y se ha difundido, ya que un genio de la propaganda la quiso filmar para que nadie pudiera tener dudas de que hubiera ocurrido. Todos la hemos visto. Nadie puede ponerla en duda.

Es todo muy extraño, y más en medio de la pandemia que cada día borra los contornos entre lo que es real y lo que ya no sabemos si es falso o real o inventado o creíble. ¿Cuántos muertos han sido víctimas del coronavirus desde que empezamos a hacer vida más o menos normal después del confinamiento? ¿Cuántos enfermos están ingresados en la UCI? ¿Cuántos contagiados están hospitalizados y cuántos están en sus casas, más o menos confinados (si es que alguien los vigila, cosa más bien dudosa)? Nadie lo sabe. Vivimos sepultados por toneladas de informaciones y de cifras, pero no hay un solo dato fiable que nos pueda iluminar sobre estos hechos. O yo al menos no lo he encontrado, y miren que he rastreado en Google, donde se supone que se podrían encontrar todos estos datos si estuvieran disponibles. ¿Cuál es el nivel de virulencia de esta nueva oleada de contagios? ¿Cuántos muertos está produciendo? ¿Cuántos ingresos hospitalarios? ¿Cuántos casos en la UCI? Tenemos cifras aisladas, datos por comunidades o por ciudades -o por comarcas-, pero no hay datos globales que puedan dar una idea de lo que está ocurriendo en todo el país. Si existen, nadie los ha recopilado ni los ha analizado. Los datos que conocemos son los datos que se van acumulando desde que empezó la pandemia, es decir, los casi 29.000 muertos oficiales (que tampoco sabemos si son 29.000 o 40.000 o quizá muchos más). Y eso es todo. ¿Cuánta gente ha muerto por coronavirus desde que salimos del confinamiento? No lo sabemos.

Y todo eso está sucediendo cuando vivimos sepultados por toneladas de información y de datos y de notificaciones que supuestamente nos tienen al día de todo cuanto está sucediendo. Pero aun así, hay muchos aspectos de la realidad de los que no podemos estar del todo seguros. Y si los analizamos un poco, no sabemos si son realmente ciertos o si se trata de montajes programados por los expertos publicitarios que se empeñan en imponer un relato tergiversado de la realidad. Cada día nos llegan miles de tuits y de informaciones al móvil, cada día recibimos millones de datos que nos ponen al corriente de lo que sucede, pero hay aspectos trascendentales de la realidad que no sabemos muy bien si son reales o ficticios o si están manipulados. Por supuesto que hay cosas que todos sabemos que son reales, pero hay otras -demasiadas, y quizá las más importantes- que no sabemos con seguridad si lo son o no. Es como si un genio de la botella, como en la vieja historia de Aladino -o como el mago Próspero de La tempestad shakespeariana-, se aplicase a crear una realidad ficticia que nos hiciera pasar por real e incuestionable. Y todos la miramos asombrados. Y todos la aceptamos. Y todos nos sorprendemos de que las cosas -tan extrañas, tan inexplicables- sean en realidad así.