Me llaman por teléfono de una compañía, cuyo nombre no retengo por la hábil velocidad lingüística de mi interlocutora aunque sí que ellos tienen el mío y completo. Es sólo para una encuesta de 3 preguntas. Como soy de naturaleza bobalicona y siempre pienso que al otro lado puede haber una jovencita que se paga sus estudios con el sueldo mísero por hacer este trabajo, acepto. Efectivamente, son sólo 3 preguntas, aunque que una de ellas sea si he pasado el coronavirus me produce cierta inquietud por el maltrato que sufren nuestras leyes de protección de datos y privacidades. Máxime cuando, al término, se me indicara que solamente por el hecho de haber respondido me iban a "regalar" una limpieza con ozono de mi domicilio que me apresuro a rehusar.

Esta dispersión del sentido común, tan cotidiano actualmente, debe de tener algo que ver con los geles higienizantes, las zonas delineadas para el distanciamiento preceptivo, las señales indicativas, los carteles informativos, las mamparas protectoras y las mascarillas, todas esas mascarillas: quirúrgicas, de tela, reutilizables, en colores, con logos de empresas comerciales o públicas€

Porque, entre medio, estamos nosotros, ciudadanos algo perdidos ante tanta confusión, inmersos en unas circunstancias determinadas cambiantes, vulnerables ante un día a día que percibimos como una alteración, porque este desconocido que ha atacado nuestro modo de vida nos obliga a aparentar estar escapando del mundo, cuando nuestra meta había sido siempre sentirnos lo más a salvo posible y lo más integrados en él.

Y esa dispersión humana, el peso de estas circunstancias, se resume en un intento de escapar, como flotando en estímulos, hacia la seguridad del hogar, lugar en que hemos convertido nuestro presente.

Creo que fue Defoe, en su biografía, quien decía algo así como que "la inteligencia es la capacidad de adaptación a las situaciones nuevas" y aunque no mencionaba el grado de peligrosidad de las mismas, si se refería a las de aquella su novela del náufrago en una isla desierta, debieron de ser incalculables y aterradoras. Como las de este puñetero virus que ha debilitado nuestros estados de ánimo hasta límites incógnitos.

Ayer acompañé a una paciente al Hospital de La Candelaria. La enfermera que atendía la consulta, con la paciencia y la sapiencia de tantos años adheridos a su piel, mientras recogía documentación, comprobaba nombres y datos, contestaba preguntas, inyectaba gel en manos y otras tareas que convierten esta profesión en un vuelo de generosidad que dura para siempre, se veía obligada, de vez en cuando, a levantar la voz a los que esperábamos en las salas con un "señores, las narices, dentro de las mascarillas"€

Pues algo así es lo que debe de estar pasando. Que hay demasiadas narices fuera de las mascarillas.