Durante estos pasados meses de confinamiento tuve la oportunidad de volver a visionar algunas películas que, por una u otra razón, me movieron a reflexión en el momento de su estreno y una de ellas fue Sully, dirigida por el maestro Clint Eastwood y protagonizada por el oscarizado actor Tom Hanks. En ella se recrea una historia real que tuvo lugar el día 15 de enero de 2009, cuando el piloto con treinta años de experiencia profesional Chesley Sullenberger (conocido como Capitán Sully), junto a su copiloto Jeff Skiles, amerizó un Airbus 320 sobre las heladas aguas del neoyorkino río Hudson, salvando así la vida de los ciento cincuenta y cinco pasajeros que viajaban a bordo de la aeronave. Aquella impactante noticia saltó de inmediato a los medios de comunicación del mundo entero y ambos hombres estuvieron en el foco de una intensa investigación durante el año y medio posterior al suceso, conminados a demostrar que habían adoptado la decisión correcta en un transcurso de apenas doscientos segundos.

El estreno del largometraje sirvió también para recordar el testimonio de uno de aquellos supervivientes, llamado Ric Elias. Él estaba sentado en la primera fila y era el único viajero que podía hablar con los asistentes de vuelo. Cuando escuchó el estruendo generado por la explosión, les miró de inmediato y ellos le indicaron que no se preocupara, que probablemente habían golpeado a algunas aves. Pero, casi de inmediato, comprobó que el aparato viraba el rumbo, se alineaba con el río y quedaba sumido en el silencio sepulcral de los motores.

El terror en los ojos de la azafata y las palabras “prepárense para el impacto” retransmitidas a través de los altavoces le bastaron y le sobraron para convencerse de que era el final. Sin embargo, contra todo pronóstico, el destino le tenía deparados otros planes y así lo entendió Elias. Como primera medida, decidió compartir su vivencia en una breve conferencia inicial a la que desde entonces han seguido otras muchas, donde relata los pensamientos que se le pasaron por la cabeza cuando fue consciente de que estaba a punto de perder la vida.

Condensó su contenido en tres puntos. El primero de ellos, la constatación de que absolutamente todo puede cambiar en un instante y que, por ende, hay que disfrutar de cada minuto de nuestra existencia, habida cuenta que puede ser el último. Reparó en los seres a los que quería decir que amaba y no lo hizo, en sus errores pendientes de reparación y en experiencias anheladas aún no materializadas. Le vino a la mente una colección de excelentes botellas que aguardaban en su bodega la llegada de una ocasión de oro y tuvo claro que no se debe aplazar nada para más adelante.

A continuación, se lamentó de la enorme cantidad de tiempo que había perdido en asuntos sin importancia con gente que, por el contrario, sí le importaba y convino que, entre tener razón y ser feliz, optaría por lo segundo. Ya por último, durante aquel terrorífico descenso y con el reloj mental en plena cuenta atrás, descubrió que morir no da miedo. Es como si, desde que nacemos, nos estuviéramos preparando para esa circunstancia. Sin embargo, lo que sí provoca es una profunda tristeza.

Y, como colofón, concentró sus fuerzas en el deseo de ver crecer a sus hijos. Sólo aspiraba a poder ser un buen padre y lo convirtió en su meta prioritaria. Apenas a un mes vista del accidente, asistió entre lágrimas a una actuación escolar de su hija, consciente del milagro que había supuesto esquivar a la muerte en aquella fría jornada de invierno pero, sobre todo, agradecido por el regalo de aprender a vivir de otra manera, sabedor de que nadie está en este mundo para siempre y decidido a ofrecer (y a ofrecerse) la mejor versión de sí mismo. Reviviendo para pervivir.

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