Con el paréntesis solemne y emotivo del funeral de estado por las víctimas del Covid 19, la pasada fue una mala semana por distintos motivos y para sujetos diversos. Arrancamos con los rebrotes de la pandemia en la geografía estatal -con especial morbidez en Cataluña, Euskadi y Aragón-, que, miren por dónde, revelan la irresponsabilidad de compatriotas, jóvenes y maduros, y reflejan, ahora a nivel autonómico, las mismas carencias y defectos que afearon a la administración central las Comunidades.

En otro epígrafe, las continuas revelaciones sobre la secreta economía del rey emérito animaron las portadas de los tabloides, abrieron los boletines radiofónicos y telediarios, incendiaron las redes sociales con las grabaciones del comisario Villarejo y la locuaz Corinna Larsen. Las críticas airadas, las ocurrencias ácidas y los chistes groseros componen el desabrido epílogo del papel histórico de un personaje sacralizado en exceso y, ahora, blanco de todas las revanchas.

Difícilmente veremos a Juan Carlos I ante el Tribunal Supremo y, más allá de las revelaciones de un policía corrupto y una rubia de revista, no sabremos la cuantía de las comisiones, o regalos, de las monarquías sátrapas y petroleras; y quedarán en la trastienda -fuera de las amistades conocidas- los supuestos beneficiarios de las sumas cuantiosas que conformaron la fortuna del monarca que, durante cuatro décadas, opacó las aspiraciones republicanas y ahora, con el escándalo sabido y callado, las enardece.

La justicia no es igual para todos; e, injustamente, las culpas de los padres y los hijos no se quedan habitualmente en los responsables directos; la palabra de rey, cuando queda en entredicho, no cambia las percepciones de la sabiduría popular, que se forma, como afirmaba Valentín Díaz, con la pedagogía del palo. Sumamos una adenda obligada a la antología mundial del cinismo: en la ola del cabreo, Pere Aragonés, vicepresidente de la Generalitat, pidió juzgar en pleno a la familia real cuando, calificada por el juez instructor como banda criminal, la totalidad de la familia Pujol -a los que deben probada sumisión- no ha merecido la pública repulsa de los independentistas catalanes.