Las calles, plazas y ciudades de esta península pedestre (de andar a pie) del continente euroasiático llamada Europa llevan grabadas sus historias, los nombres de los que la hicieron a los que recuerdan porque, imperfectos ellos entonces, forman parte de su ser. Están por doquier en las placas de las calles, sus edificios, sus construcciones más emblemáticas y sus esculturas. Europa se hizo con guerras y, constreñida en su espacio, se expandió y colonizó nuevas tierras. Alejandro Magno, tan joven y alocado, fue cruel, pero extendió sus dominios hasta el Indo, quiso remover pueblos y hacer mestizajes y acopiar la sabiduría de los reinos que dominaba, por eso hay tantas alejandrías aunque algunas cambiadas. Y por eso la mítica Biblioteca de Alejandría subsiste en el acervo de la memoria colectiva. La relación entre naciones, estados o reinos, próximos o lejanos descubiertos, encontrados o buscados, es siempre tensa, compleja, con luces y sombras.

El imperio de Roma y sus legiones no fueron hermanitas de la caridad ni Augusto, Escipión o los prohombres esculpidos que llenan museos y ciudades santos según nuestros «exigentes» parámetros morales, que por otro lado incumplimos con frecuencia. Fueron seres de otro tiempo. El suyo. Y de su crueldad y contradicciones somos deudores. O ¿habremos de preguntarnos como los rebeldes sin causa de La vida de Brian qué hicieron por nosotros los romanos? Y responder: los acueductos, los teatros y anfiteatros, las calzadas, la lengua, el arte, sus escritos. Cara y cruz de la vida. El pasado se hace presente para asegurar la «lucha contra la fugacidad y el olvido». En todos lados pasó más de lo mismo. Unos dominaron a otros; juntos crecieron y se influyeron mutuamente y dejaron a la posteridad pirámides, colosos, grabados de escenas de guerra y dominio cruel, guerreros de terracota, tablillas escritas, papiros, pergaminos o libros y documentos en papel con lo bueno y lo malo. Solo la ignorancia, la mala fe o la fiebre que engendra furia y rabia es capaz de descargar nuestras frustraciones contra la Historia que, a menudo desconocida o tergiversada, utilizada o ideologizada desde el presente, ya no es saber sino solo arma arrojadiza.

Tal vez España sea un caso particularmente pobre en la defensa de la memoria histórica, salvo de aquella que aún le late en la sangre. Lo lejano, herencia inevitable, nos guste o no, se relega o nos avergüenza. Así que su reivindicación queda en manos de quienes, también interesadamente, la levantan como bandera política. De ese modo se dan simplezas tales como identificar de reaccionaria una parte de la Historia y de progresista otra. Recientemente se han vivido actos vandálicos mezclados con reivindicaciones legítimas que en el vandalismo mismo se deslegitiman. Fueron derribadas o atacadas esculturas públicas relacionadas con el imperio español, porque mal que nos pese la monarquía hispánica fue un imperio que duró siglos y realizó hazañas grandes, conquistó tierras ignotas, rodeó el mundo, tuvo su siglo de oro en las letras y las artes. Y sus sombras.

Cargamos con la cruz del imperio y nunca mejor dicho porque la sentimos como una carga, cuando es la herencia que debemos conocer y valorar. Solo saber es antídoto contra la estupidez. La cosa del rechazo a símbolos públicos no viene de ahora, ni se da solo allende la mar océana. En el 2016 la escultura de Cristóbal Colón fue embadurnada en Barcelona con un “12 O res a celebrar” (nada que celebrar). Hace no mucho se reclamó la catalanidad del almirante. Antes, Hernán Cortés fue agredido en la estatua de su pueblo Medellín (Badajoz). Y, por supuesto, en México, donde reposan sus restos en una humilde iglesia, ninguna estatua resiste al parecer; hasta el presidente actual se sumó al anticolonialismo histórico. En Quito el monumento a Sebastián Benalcázar, su fundador, fue atacado en 2019. Pizarro en el Perú no se libró de la ira. La inauguración del monumento a Blas de Lezo en la madrileña plaza de Colón desató una polémica por la oposición del consistorio barcelonés recordando la participación del marino en la guerra de Sucesión y no su defensa de Cartagena de Indias. En el 2013 don Juan de Austria, presente en su ciudad natal, Ratisbona (Alemania), fue atacado en efigie por un musulmán ofendido con Lepanto (1571).

Muchos monumentos de Isabel la Católica, la reina del descubrimiento, han sufrido la furia. Aquí, en España, nadie cuestiona las representaciones de Maimónides, Averroes, Boabdil, Simón Bolívar o José San Martí, Hidalgo u O’Higgins. Y justo es porque son parte del pasado común. Pero, si ensalzamos a Fray Bartolomé de las Casas, no olvidemos Las Leyes de Indias, a Francisco de Vitoria o la Constitución de Cádiz de españoles de ambos hemisferios.

Van a tener mucho trabajo los amigos del presentismo porque hay demasiados nombres, calles, monumentos, catedrales, universidades y ciudades con nombre común en la misma lengua. No vale mirar para otro lado. Si dejas que la ira caiga sobre mí, mañana lo hará sobre ti. Nadie está libre. Si se decapita a Colón, se abate a Fray Junípero Serra a Hernán Cortés, Pizarro o Núñez de Balboa; si se desprecia la gesta de Magallanes o Elcano o se menosprecia a Blas de Lezo e incluso se cuestiona al incuestionable Cervantes, la furia seguirá con otros. Ya lo hizo. No se libraron Churchill, Shakespeare, el general Lee o George Washington.

De nada sirve la bonhomía de quienes proponen poner leyendas explicativas de los personajes representados para situarlos en su contexto y dejar incluso claras sus imperfecciones. Igual hay que leer e tal vez se puede aprender algo. Y eso es un trabajazo. Mejor destruir. Todo se mezcla porque la furia no piensa, actúa. Igual proyecta su odio contra Alejandro Magno y lo tizna, que contra el tirano de hace un par de décadas o la Sirenita de Copenhague. Y no es lo mismo, ni todos son lo mismo, ni todos los tiempos fueron lo mismo. Se estigmatizan cuentos, libros, tratados, pinturas, hombres y nombres tildados de machistas, esclavistas, antianimalistas, antidemócratas, políticamente incorrectos desde nuestro hoy. Debemos prohibirlos o mutarlos, retirarlos. Llegados al paroxismo inquisidor en nuestro adanismo actual no veamos las películas de Woody Allen, al que hemos condenado pese a que la justicia (¡injusta claro!) lo ha absuelto; ni las de Bogart, que fumaba; reprobemos a Glenn Ford, que abofeteó a Gilda; retiremos de la música la canción a ciegas y casi todas las de la copla, que destilan sumisión. Confundámoslo todo, mezclémoslo todo; depuremos lo que no nos va; hagamos tabla rasa. Imitemos en esto a los talibanes, al final no estamos tan lejos. Ellos dinamitaron a los budas de Bamiyán y después destrozaron las ruinas de Palmira y de paso mataron a Jaled, el arqueólogo, el centinela de la perla del desierto, porque defender la historia contra la necedad es un oficio de riesgo.

Aprovechando la justa reivindicación de la igualdad de razas y la denuncia de los desmanes de quienes aún llevan por bandera el racismo y la xenofobia, se desencadenan oleadas de furia y fiebre indiscriminadas. Y el lenguaje condenatorio sirve de excusa hasta para aspirantes a dictadores perpetuos empeñados incluso en denunciar “el colonialismo de la Unión Europea” (Maduro dixit). Una paradoja es el castigo para los nuevos destructores. Ahora hay más que saben quiénes fueron o que han vuelto a leer las increíbles vidas de Colón, Hernán Cortés, Magallanes, Elcano, Núñez de Balboa, Fray Junípero, Orellana, Oñate o Pedro Menéndez de Avilés. Cabe pensar que tenía razón Tácito: “la estimación de los talentos castigados crece y aquellos que emplean la severidad no consiguen otra cosa que su propio deshonor y la gloria de quienes castigaron”.

[Séneca. Invitación a la serenidad. Madrid: Temas de hoy, 1996; Tácito. Historias. Madrid: Cátedra, 2006]

(*) Archivera-bibliotecaria