Pedro Quevedo ofreció una explicación gloriosa a su apoyo a los documentos de la comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados: votaría que sí para que la derecha no se saliera con la suya. Esto de transformar votos programáticos por votos ideológicos es una pequeña martingala que se utiliza habitualmente para enmascarar la incoherencia y a la que el señor Quevedo, por supuesto, le trae sin cuidado recurrir. A un servidor, por otra parte, siempre le enternece ese recurso al espantajo de la derecha por parte de gente que ha vivido maravillosamente durante toda su vida gracias a la generosidad (o la imprudencia) de los electores; Quevedo me recuerda a esa política tinerfeña que hace poco reprochaba a su adversario "no haberse metido nunca con los poderosos", una curiosa reflexión cuando se gana un sueldo público de más de 3.000 euros desde que tienes 25 años y presumes de la amistad de ministras y exministras. Pero bueno.

Más que una comisión parlamentaria en la Cámara Baja ha funcionado una cachimba ruidosa que ahora ha desprendido sus volutas de humo de despedida: documentos (se aprobaron tres de cuatro) que no se entienden como un mandato imperativo, ni ofrecen excesivos detalles de sus propuestas, ni se preocupan por detalles tiquismiquis como las fichas financieras. Por supuesto la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno de Pedro Sánchez evitó cualquier matiz territorial en el debate ni en las conclusiones, lo que se antoja como ligeramente absurdo en un Estado que se presente cuasifederal. En realidad se trataba de marear la perdiz y ganar tiempo mientras se negociaba y cabildeaba en Bruselas. Por eso los documentos de la comisión parlamentaria han terminado por decepcionar a casi todo el mundo y si estos folios vacuos se han aprobado finalmente ha sido por la mínima y gracias al automatismo del apoyo de algunos grupos parlamentarios: un voto más relacionado con otras estrategias y contextos que con la comisión misma. Ni siquiera ha servido el paripé para que el PSOE y el PP llegaran a algún acuerdo de mínimos. Los socialistas, en este terreno, no tienen que hacer ningún esfuerzo: el PP se las arregla solito para corretear como pollo sin cabeza por un dédalo de negativas y denuncias. Todo quedó preparado para que Pedro Sánchez, de regreso de Bruselas, señalara que el PP ha perseverado en su intento de que gane la crisis y pierda España. Aplausos y enésima expresión de asombro de Pablo Casado, que parece un maniquí de Zara Kids extraviado en la planta de tallas grandes.

Un hipotético acuerdo para la reconstrucción de un país que no suscribe el principal partido de la oposición se reduce a una insignificancia. Mejor enterrar estas tonterías y que el Gobierno central, como espacio en el que desarrollar las propuestas que deben elevarse a la UE para reclamar subsidios y créditos, acierte a diseñar un modelo de debate y consenso con comunidades autonómicas y ayuntamientos. Está obligado si quiere aprovechar esta excepcional oportunidad para emprender reformas estructurales y procesos de modernización con el triple objetivo de amortiguar la crisis económica, reformular un Estado más eficiente y eficaz y potenciar la cohesión social y territorial. Una reforma nacional -y no se pretende otra cosa- exige el concurso de todas las administraciones públicas, exige deliberación entre las fuerzas políticas, exige tanto participación como rigor, maximizando la coherencia entre los intereses generales y los intereses territoriales. Y habría que empezar ya mismo.