El Café Atlántico es uno de los pocos símbolos que aún perviven en el paisaje de un presente cambiante. Innumerables recuerdos se amontonan en este lugar emblemático, que siempre fue parada obligatoria junto al tristemente desaparecido quiosco de los paragüitas. El reencuentro con esa seña de identidad, en la terraza externa del Real Casino, es la mejor excusa para acometer la renovación de un espacio de alto valor patrimonial. Eduardo Coll, que lleva años regentando el Atlántico, se halla inmerso en una lucha contra las dificultades inherentes a un negocio situado en un enclave estratégico. Me consta que ha reaccionado ante los acontecimientos, y que se está empleando a fondo para rescatar algo que, de algún modo, nos pertenece a todos, con un proyecto innovador que realza los elementos de una estética única. Materiales dignos de conservación, el gran lienzo histórico que preside un flanco del local, mobiliario y decoración de aire vanguardista, especial atractivo para los visitantes que recalan en la zona con más luz de esta ciudad. En el interior se respira la personalidad que nunca encontraremos en las archiconocidas franquicias de restauración, o en cualquier aburrida copia de restaurante frío y sin alma. A pesar de las vicisitudes, Eduardo ha logrado mantener la esencia de aquello que sentimos como parte de nuestra idiosincrasia y que no debería perderse. Tras el confinamiento, he redescubierto el sabor del Atlántico, la calidad de los platos ha mejorado muchísimo, y llena a diario su libro de reservas. Sería imposible detallar la cantidad de conciertos, presentaciones, actividades culturales y de toda índole que han disfrutado de una inmejorable acogida en este reconocido templo de la sociedad santacrucera. Ahora queda el deseo de que el Atlántico continúe siendo reconocible, por solera y porque ese glamur que impregna el ambiente no acabe devorado por la falsa modernidad.