En mi pueblo, cuando se iba la luz, mi madre iba en busca de la palmatoria. La casa estaba llena de velas, por si acaso. En realidad, casi todo lo que se guardaba, las velas, las numerosas papas, la cantidad exagerada de naranjas, los medicamentos que ya habían caducado, se guardaban por si acaso. Aun así, todo se consideraba de primera necesidad, porque lo que había era escasez. Ahora se ha ido la luz en mi pueblo, en realidad en todos los pueblos de la isla. Era a media mañana, de modo que yo seguí ante el portátil, tomando una crónica, como antaño, y alrededor hubo un rebumbio de preocupación, porque la mayor parte de los aparatos dejaron de funcionar y en casa no sólo había no sólo gente mayor sino que, además, había un muchacho de nueve años que, cómo no, estaba multiconectado. Estaba conectado al televisor, que no va por pilas, a su máquina de hablar con sus amigos del colegio; el propio teléfono, que ha dejado de ser de baquelita y que también está conectado a la corriente, dejó de ser útil, como un desecho sonoro. Y tampoco funcionaban, y fue así durante un largo tiempo, hasta la tarde, ni el microondas ni la nevera ni la secadora ni los otros artículos que precisan electricidad y cuya ausencia es un drama moderno si se va la luz como antiguamente.

Ahora no es antiguamente, por supuesto, pero ya se ha ido en mi pueblo, y en todos los de la isla, la luz eléctrica, y ese es un mal mayor que ahora las autoridades están viendo cómo arreglan para siempre. No lo arreglarán para siempre. Los que somos descendientes de aquella época en que había varias fases de luz, y una de ellas se iba habitualmente, sabemos que, en Canarias, siempre hubo la maldición de la luz, que no es el título de una novela o el verso de un poema, sino algo que pasaba casi todas las tardes. Entonces mi pueblo, aquel pueblo en el que nací, sufría esa maldición con resignación y con acopio de palmatorias y de velas, que estaban por toda la casa como si allí fuera a haber a diario una procesión. El olor a velas era tan poderoso como el olor a platanera, y nos acostumbramos a ella igual que nos acostumbramos a la oscuridad.

Había, por otra parte, varias formas de la luz, y una de estas era la oscuridad. Cuando la luz no se iba por completo se quedaba en los bombillos (nosotros decíamos bombillos, en femenino; Humberto Hernández sabrá por qué luego se ha dicho bombillas) una pavesa eléctrica, como un suspiro de luz que no servía ni para leer ni para reunirse a hablar en las sobremesas apaciguadas, o resignadas, de la noche. Era cuando empezó el negocio turístico a necesitar fuerza de luz (eso se decía mucho: fuerza de luz) para los hoteles de la zona costera. De ese modo, los que vivíamos hacia la montaña (y La Montaña se llamaba la zona) nos quedábamos prácticamente a oscuras. Todo lo hacíamos a media luz, y por supuesto los que teníamos que estudiar debíamos esperar a la madrugada, cuando volvía la fuerza de luz y el padre también podía afeitarse viéndose la cara en todos sus detalles.

Así eran las cosas, y como a todo nos fuimos acostumbrando. Era, evidentemente, una injusticia social, porque no era un mal general, sino selectivo, no era un hecho obligado por la escasez, sino que era una escasez repartida injustamente. Había luz para unos y no había luz para otros. Lo que se ha venido precipitando ahora, en el tiempo en que todo es eléctrico, hasta lo que no lo precisa, es que se va la luz de golpe y sin paliativos, y en las casas ya no hay viejas palmatorias ni, por supuesto, velas, sino linternas por si acaso que, además, resultan extraviadas en el pico mismo de la oscuridad. En este pase a la oscuridad absoluta tuvimos la suerte de estar a la luz del día, que en verano suele ser absoluta, de modo que no hubo que buscar ni velas ni linternas. Además, como este desplome de la luz eléctrica es posible y sucede a veces en la comunidad o en las casas, el muchacho que nos acompaña gritó esta vez, desde su rincón de hablar con sus amigos:

-¡Pongan los plomos!

Yo no me moví esta vez, no porque estuviera atado a la crónica, sino porque confié en que esa tarea casi automática en la casa ya se estaba haciendo, pero al ver que la fatalidad era general y que habría apagón para rato tiré de experiencia (la experiencia de aquellos años) para cargar de resignación mi ánimo, al menos hasta que se acabara la carga que lleva en su interior mi portátil€

Mientras ocurría todo eso, y el nieto ensayaba sus recién estrenados mecanismos de rabia o resignación, recordé la más bella canción que sobre la luz (y su ausencia) haya escuchado nunca, la del compositor argentino Daniel Reguera, que dice en el interior de esta luminaria de versos: "Se me está haciendo la noche en la mitad de la tarde; no quiero volverme sombras, quiero ser luz y quedarme”.