Un árbol es un fractal, de unas ramas nacen otras. Todas parten de un tronco común y de cada brote surgen retoños para conformar un todo evolutivo que se alimenta de las mismas raíces y de la misma luz. Eso debería ser la UE, pero la comunidad política ha crecido múltiple, a distintas velocidades, como un bosque en el que se incluyen plantas de especies muy diferentes y del que se han arrancado, como de cuajo, arbustos padre como el Reino Unido.

Europa es un fractal inverso. No es iterativa, no se repite país a país de una forma homogénea, siquiera en la percepción como continente. El hábitat puede que sea el mismo, pero no son iguales ni el crecimiento, ni la solidez de cada tallo, ni el entendimiento de un proyecto común. Las variadas especies con sus sombras se alargan sobre un mapa constreñido por una geografía definida, una Historia divergente, y cientos de pequeñas culturas que permanecen unidas en la diversidad pero que no encuentran la forma de convencer a 446 millones de ciudadanos jardineros de que 4 millones de kilómetros cuadrados puede ser en la práctica un espacio igualitario en el respeto a frutos esenciales: la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el estado de derecho y el respeto a las minorías. En la frondosidad existen diferentes fortalezas, raíces entrecruzadas, maleza, incendios y posibilidades desiguales pese a los esfuerzos realizados mediante fondos como los Feder.

Soy un europeo convencido y orgulloso, pero también crítico. Me lo permite vivir en un continente cuna de la democracia y en el espacio más liberal del planeta. Por eso mi análisis, aun siendo constructivo y esperanzado, puede ser áspero.

Como comunicador, denoto que la UE tiene un problema de imagen de marca, incluso ante los propios europeos. Desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, los símbolos de la UE, como la bandera, el lema, el himno o el Día de Europa no han encontrado demasiado apego. El Viejo Continente habría avanzado más en apego si sus ciudadanos hubiesen dispuesto de un documento de identidad común, un único pasaporte o una política exterior conjunta. El Euro jugó un relevante papel en la cohesión, pero la Libra se mantuvo para cuestionar algunos fundamentos de la adscripción leal a un verdadero proyecto unívoco.

Un europeo medio no percibe a la Unión en su día a día, ni conoce sus instituciones ni siente su proximidad. Todo ello a pesar de que, como ocurre en muchos casos, Bruselas haya pagado las modernas infraestructuras por las que circulamos en el Sur, refuerce la seguridad general, eduque en convivencia a las generaciones del futuro o responda fraternalmente ante las catástrofes o las crisis. Trances como el de los refugiados o el Covid-19 han ahondado en los males, evidenciándolos y reclamando acciones conjuntas, pero no por ello ha mejorado el entendimiento de lo que representan las instituciones comunes.

Christopher Dawson en Los orígenes de Europa escribe textualmente que “Europa, dicen, es la combinación orgánica y unitaria de varios elementos radicales: la Antigüedad Clásica, el Cristianismo y la Germanidad, cronológicamente enumerados”. Para el historiador británico existe una simbiosis entre cultura y religión. A mitad del pasado siglo, este erudito ya hizo pública una cierta preocupación por aquellas ideologías que intentaron sustituir al cristianismo, como fue el caso del nacionalismo o el comunismo, amenazas que continúan latentes. Uno puede seccionar ramas y hacer injertos, pero no cortar las raíces.

La gran lección y la esperanza radican en saber que Europa pese a perder sus propias guerras ha sabido cómo salir reforzada de cada conflicto. Ahora, en tiempos de globalidades, tecnológica y viral, que han hecho variar todos los órdenes; tras la lección de un brexit brusco; tras la irrupción de los populismos o tras el creciente papel protagonista de fondos de inversión de la más diversas procedencias, la UE ha de saber acertar en el rediseño de su papel en el nuevo contexto mundial y ha de procurar hacerlo desde sí misma, robusteciendo el nexo a través de una mayor solidaridad efectiva. El proyecto ha de partir de la generosidad de los más ricos para con los más débiles y del respeto de los más humildes por las acciones estratégicas del conjunto.

Los males de Europa se corregirán con más europeísmo, comunicación y educación. En todo el mundo no existe mejor ejemplo de evolución y convivencia entre pueblos que un día se consideraron bárbaros entre sí. Este es un bosque que se ha ido reforestando permanentemente, y que ha sabido hallar el modo de obtener mejores frutos para el bienestar común.

Europa es un puente vibrante que, partiendo de la vida y el esfuerzo de las generaciones pasadas, atraviesa nuestra propia existencia en dirección a lo venidero. Reguemos los brotes verdes, extirpemos las malas hierbas y dejemos que florezca el futuro. Como diría el escritor y poeta gallego Álvaro Cunqueiro, mil años más para Europa, pues su sombra es muy acogedora, imprescindible en tiempos de zozobra económica.

(*) periodista*Este artículo forma parte de la iniciativa Manifiesto Ibérico: Destino Europa