Unidas Podemos considera que es el momento de acabar con la monarquía, zarandeada ante la opinión pública por el comportamiento impropio del rey emérito Juan Carlos I. Es un argumento interesante. Si las instituciones pierden su sentido por la corrupción o incompetencia de sus inquilinos, lo que tendríamos que abolir es la democracia misma. Porque desde las Cortes a los ayuntamientos no existe fruta donde no haya aparecido algún gusano. Empezando, primerísimamente, por supuesto, por los partidos y los sindicatos. No creo que sea un buen argumento cargarse toda la finca porque salga alguna manzana podrida.

La monarquía no es incompatible con la democracia. Aunque sea una institución muy poco democrática que establece la existencia de una línea dinástica y una ciudadanía especial e inviolable. Los reyes son una herencia del pasado remoto. Una antigualla, relacionada con la divinidad, que ha sobrevivido hasta nuestros días, como las cuevas de Altamira. Podría decirse lo mismo de las religiones. O del matrimonio. O los ejércitos.

Pero desde el punto de vista práctico deberíamos aplicar ese principio: “si funciona, no lo toques”. Al común de la ciudadanía se la trae al fresco si el jefe del Estado es un cargo hereditario o electivo. Yo estoy teóricamente de acuerdo, obviamente, con que la sucesión dinástica es moralmente inaceptable e intelectualmente repugnante y que solo en la república, la libertad y la democracia alcanzan su máximo nivel de representación. Pero nuestra historia es la que es. Y nosotros somos su consecuencia. Aquí no triunfó la Revolución Francesa, aunque Pepe Botella nos dejara los ayuntamientos. Y en la guerra civil llamada “de la Independencia”, la España de los curas y los terratenientes echó a los franceses a patadas en el culo para recolocar un rey absolutista -y cobarde- en el trono.

La monarquía parlamentaria, que se inventó para sustituir a la dictadura franquista, rompió con el pasado. Por supuesto con el de Franco, al que un joven Borbón le desató lo que creía atado y bien atado. Pero también con el de Alfonso XIII. El nuevo rey en España es un jefe de Estado con escaso poder en la vida política. Es una institución con valor meramente protocolario y en algún caso arbitral. No llega a ser un jarrón chino, como diría Felipe González, pero casi. Y además resulta muy barato, en comparación con los presidentes republicanos que podríamos tomar como referencia.

Al rey emérito Juan Carlos, este país -incluso sus descerebrados- le debe medio siglo de democracia y libertad. La historia, sin él, habría sido muy distinta. Eso no quiere decir que pueda cobrarse la deuda de gratitud que tiene España con él a través de comisiones y negocios (unas extrañas comisiones, por cierto, en las que quien paga es el país que paga la obra y no las empresas contratistas).

Pero no confundamos al gusano con la manzana. No ataquemos la institución porque su inquilino se haya enriquecido de forma impropia. Porque si esa es la vara de medir, en este país no escapa ni dios. Empezando por los nostálgicos de monsieur Guillotine.

El recorte

No llores por mí, Santa Cruz. No llores por mí, Santa Cruz, pudo haber cantado Patricia Hernández desde el balcón del Ayuntamiento, antes de la defenestración. Pero no lo hizo. Ayer paseó, con sonrisa de circunstancias, por los pasillos del Parlamento. Muchos compañeros parlamentarios le dieron un cariñoso saludo de ánimo. Y un cinco por ciento lo sentía realmente (algunos de ellos, incluso, de su partido). Pero a rey muerto rey puesto. La maquinaria de la política no tiene sensibilidad en los dientes de la trituradora. Ahora lo que tiene a los socialistas en un sinvivir es el desconchado de Arona. A Ángel Víctor Torres le dieron un susto diciéndole que desde hace unas semanas se ha visto a Casimiro Curbelo volando en círculos sobre el municipio sureño. Ayer le preguntó al líder gomero mirándole a los ojos. Y Casimiro le tranquilizó: ¿no ves que estoy aquí sentado? Aquello tiene mala pinta. Y haberle pasado la papa caliente a la dirección socialista en Madrid no soluciona nada. Todo lo contrario, lo empeora. Dicen que la distancia es el olvido, pero en realidad es la ignorancia. José Julián Mena ha dicho Mena. O sea, “de aquí me sacan con los pies por delante”. Y el PSOE no tendrá más salida que expulsarle o quedar en ridículo. Y por el camino, perderá media docena de concejales. Hagan lo que hagan, van a terminar sin plumas y cacareando. Un derrumbe que compromete a largo plazo el Cabildo y que puede ser incluso peor que la pérdida de Santa Cruz. Puede que algún día, incluso, Patricia les diga unas palabras de consuelo por los pasillos del Parlamento.