Para que la política sea distinta, esta sociedad debe cambiar. No existe una verdadera autocrítica, solo la queja constante sobre los modos que utiliza el poder. Oportunismo, beligerancia, cainismo, corrupción, son epítetos utilizados para calificar la actividad política. Sin embargo, ocurre que estas actitudes están en el código genético de nuestro deambular. Uno de los motivos que explican esto es el mal llamado consenso democrático, una falsedad que oculta deficiencias históricas. A menudo se critica al sistema, pero en realidad todos somos cómplices por una cuestión de comodidad. Absolutamente nadie en la sociedad civil propone soluciones rupturistas, y si llega a hacerlo, siempre lo dejará en manos de los culpables de la situación. Culpar al otro es la terapia preferida para descargarse de responsabilidades y repetir con satisfacción eso de ya te lo dije. Los que roban son los demás, los que mienten, los que manipulan. Una reacción muy judeocristiana que vale para cualquier asunto sea un gobierno o una comunidad de vecinos. Odio y envidia caminan de la mano por nuestras calles, y si alguien pensaba en que seríamos mejores, tras el trauma vigente del Covid, ya se habrá dado cuenta de que la brecha socio económica dispara lo peor que llevamos dentro. Entonces, dirigimos la vista al origen del mal, al dinosaurio público y a su elefantiásica burocracia, a los vividores políticos y a los innumerables cargos que los acompañan. Y entre sudores fríos, te juro que no los volveré a votar nunca más. Pero al minuto siguiente, llamamos a un amigo que tiene un amigo, o mira hijo, mejor si haces una oposición y eres empleado público, o mira este favor, ese contacto, aquella comisión pagada en dinero negro. Nuestra sociedad es capaz de bailar sobre sus propias brasas con tal de continuar siendo exactamente la misma.

Rafael.dorta@zentropic.es