Ya conocen el truco del titular de prensa que reza "No soy un delincuente", donde todos los lectores aprecian con sabiduría la variante de la confirmación de una culpabilidad mediante su desmentido. Bien asesorado por periodistas, Pedro Sánchez ha utilizado idéntica estratagema para descalificar conjuntamente a Juan Carlos I y Felipe VI, muy por encima de lo que el deber le exigía. Al calificar de "inquietantes" y "perturbadoras" las investigaciones sobre comisiones millonarias pagadas a un Jefe de Estado con cuatro décadas en el trono, el presidente del Gobierno enmudeció al país. La ortodoxia imponía un aséptico "dejemos que la Justicia funcione", y el líder socialista ahondó el ataque al introducir en el mismo discurso al actual monarca. Aunque fuera para bien, remataría Cela.

Con una virulencia inesperada que está vinculada a la debilitación de las defensas inmunitarias causada por la pandemia, Juan Carlos I es hoy un personaje tóxico con el que nadie querría fotografiarse abrazado. De ahí que felicitarse ante las "distancias" marcadas por la actual Familia Real con la anterior no suponga una exculpación comparativa, sino un afán por resaltar una continuidad dinástica que se prefiere ignorar piadosamente.

Al mezclar a los Reyes ante un mandatario extranjero como Giuseppe Conte, el presidente no solo suplanta el discurso de Podemos por el extremo. También culmina su venganza contra la vieja guardia juancarlista de la transición. Por la izquierda, se desquita contra los Felipe y Guerra que pregonaban a la inefable Susana Díaz. Pero también neutraliza a los ansones, sin olvidar a un Aznar que debe admirar secretamente al primer ministro que le supera en audacia ante La Zarzuela. Culmina la entrevista a Jordi Évole, una presunta fanfarronada ejecutada a conciencia. El malo es González, se adoctrinaba en los ochenta noventa. No, el malo es Sánchez, aunque sea para bien.