Hay política institucional y hay economía, más o menos regulada. Pero hay un mundo de la vida resistente a los encasillamientos, que se teje con pervivencias tradicionales, con usos familiares y profesionales, con los límites potentísimos del legado lingüístico, con la memoria transmitida o imaginada, con los sueños y las quimeras, con el pavor y la alegría, con la esperanza defraudada, con la incertidumbre nunca colmada. La irrupción de una gran novedad, como la pandemia y el confinamiento -dos cosas bien distintas, pero fusionadas para siempre-, desata los lazos establecidos en ese mundo y generan un agujero negro que atrae con vehemencia la comprensión de lo que ha pasado y de lo que pasará. La política y la economía inciden en ese espacio, lo determinan en gran medida. Pero no lo desintegran. Porque, a la vez, esa masa de concepciones y hábitos limita la potencia de instituciones y de reglas políticas y económicas. Pero se nos olvidan que están ahí, porque nuestra cultura se basa, en gran medida, en ensalzar cotidianamente lo nuevo y en despreciar lo viejo. Lo que es una apuesta relativamente razonable. Pero esta idea está enraizada en los discursos del progreso imparable y ahora no creemos en el progreso. Apenas si creemos en la Historia o, al menos, en el hecho de que de la sucesión de hechos históricos pueda deducirse alguna enseñanza y favorecer un pensamiento racionalmente estratégico. Por supuesto, todo este conglomerado de situaciones nos conduce a un cierto vacío moral, a preguntas urgentísimas sobre la vida buena, sobre qué prácticas son éticas, sobre el hecho mismo de si conviene elevar el nivel de exigencia moral o de rebajarlo.

Armados con esa estructura de pensamiento, el mito esencial de pandemia/confinamiento fue el del día después. Pero no había día después. Las características de la catástrofe lo impiden. Si hay alguna nueva normalidad será esa: aceptar que la incertidumbre es consustancial a nuestra sociedad. Y mirar a ver si somos capaces de extender esa familiaridad con el riesgo a otros asuntos. Sin embargo, esta realidad choca con otra viga maestra del escenario: millones de personas, en los países más complejos, dimitieron de su condición de ciudadanos para conformarse con la de usuarios de los servicios del Estado. A cambio de pagar impuestos y de convertir en graciosísima costumbre insultar impunemente a la política y a los políticos, se podía esperar y exigir que funcionaran una serie de dispositivos que garantizaban una vida cómoda, una apariencia de opulencia y, hasta hace poco, la esperanza en que tus hijos se mantendrían y medrarían cómodamente en el sistema. Obsérvese que este esquema tiene versiones de izquierdas y de derechas: si unos reclaman más servicios -sin analizar demasiado sus contenidos, sostenibilidad o efectos colaterales-, otros abundan en querer lo mismo pagando menos e imaginando que esos servicios son plegables, ajustables a la petición individualizada. Unos y otros matan el gusanillo ideológico con peticiones simbólicas de diversa identidad y calado. La izquierda se pirra por atacar el diccionario, culpable de casi todos los males y en despedazar toda cohesión en nombre de una diversidad llevada hasta el nihilismo; la derecha se eriza si alguien roza sin las manos limpias alguno de los símbolos que no han conseguido en imponer a la conciencia colectiva mientras es incapaz de dejar de practicar una hipocresía monjil. La consecuencia es que la idea de responsabilidad individual y colectiva -insisto en las dos- se ha diluido, se ha cedido a esas instituciones a las que tanto agrada denostar. Otra consecuencia de más largo alcance es que el Estado social va derivando en un Estado pastoral, en el que la ambición de la igualdad cede ante la idea de un buen trato que no agrave la situación de los más débiles. Y ahora llega el desconfinamiento, en ese marco.

Como se ha destacado, en la pandemia aguda no ha habido pánico, sólo miedo. El matiz consiste en que el pánico se mide por la reacción social: la desbandada es su reflejo. Pero con el covid no había donde huir. Si acaso a la segunda residencia porque algunos identificaron la ausencia de reglas horarias con vacaciones. Eso ya lo sabemos: si vuelve la epidemia mejor quedarse tranquilos en casa introduciendo nuevas aplicaciones en los ordenadores para poder rellenar renovados formularios perfectamente inútiles y sin sufrir por el papel higiénico. No es poco. Pero el miedo es capilar, difuso, se siente por uno mismo y por los seres queridos, se proyecta hacia hipótesis espantosas, alimenta el resentimiento, sirve para insultar a políticos. El miedo no puede regularse. Y el miedo persiste en el desconfinamiento.

Pero es que lo único que puede reducir ese miedo sería un confinamiento en ausencia de muerte o contagio. Una vez que las puertas se abren, quien más y quien menos lamenta tanto libertinaje como apreciamos en nuestros paseos. Pero es imposible pedir más responsabilidad ciudadana en ese horizonte de irresponsabilidad programada, de crisis de los valores cívicos como lenguaje compartido. Y mi impresión es que, pese a todo, se está siendo bastante responsable, evitando por ahora las aglomeraciones. Y, en fin, expulsamos de nuestro léxico político el término disciplina, con su carga semántica tan útil en momentos como este.

Llegados a este punto, unas cuantas dosis de sentido común será lo que mejor nos siente. Porque, añorantes de la presunta opulencia -pese a estar lanzados a una crisis brutal-, la renuncia a algunas expectativas -las asociadas al verano, sobre todo- posiblemente generaría un nerviosismo colectivo que no nos prepara mejor para posibles rebrotes verdes e iracundos pero incrementa la mala leche colectiva. Y la disgregación comunitaria tampoco ayuda, sobre todo porque en nuestras comunidades a lo de la viga y la paja se le tiene mucha afición: mi fiesta de cumpleaños es normal, la del vecino una vergüenza; es increíble que la gente vaya a la playa como si nada, yo, en cambio, un par de horas y ya está; ¿has visto cómo están las tiendas?, lo noté ayer porque este año las rebajas están muy bien; hay que ver los jóvenes con sus botellones, yo a mi hijo le he dicho que no vuelva después de las tres porque tras tantos meses encerrado no soy capaz de prohibirle salir.

Llegados a este punto me abstraigo: también tengo mis opiniones sobre lo que es más peligroso en esta fase y, sin embargo, se realizará, se consentirá o se ensalzará. Ya hay bastantes veredictos circulando y el mío no tendría más valor que otros. Prefiero no decir nada para no tener que retractarme. Argumentar es vana ambición en estos días tan relajados. En este mundo tan raro todos estamos condenados a empatar a uno. Ármese de buenas lecturas y que sea lo que Dios quiera. Paz y bien.

(*) Profesor de Derecho Constitucional