La concesión del tercer grado penitenciario a los presos secesionistas catalanes es materia opinable porque la ley, el Código Penal, ni la impone, ni la prohíbe. Desde esta perspectiva, es el respeto a las decisiones de las autoridades competentes lo que debe imperar, sean estas las penitenciarias en una primera instancia o lo sean las jurisdiccionales si se interpone el oportuno recurso. Y, en todo caso, cualquiera que sea la opción de cada cual, la ley y el Poder Judicial que aplica el derecho, son y deben tener la última palabra, ejecutiva y de obligado cumplimiento. Esto es el Estado de derecho. Lo demás, supeditar ley y Poder Judicial a la política o a inconcretos criterios de justicia, es autoritarismo, aunque se disfrace de palabras o gestos de apariencia hermosa que no sirven para ocultar tentaciones peligrosas por lo que de reacción significan.

Siempre respeté a aquella izquierda que luchó por un Poder Judicial independiente, por un Código Penal excepcional, limitado a intervenir mínimamente, por el respeto a los derechos fundamentales, todos ellos y para todos y que logró imponer el valor superior de estos frente a la ética de grupo y selectiva por arbitraria. Y nunca he variado mi posición desde los años ochenta, cualquiera que haya sido el caso a valorar, el presunto autor, el imputado y su ideología.

La izquierda hoy, frente a aquella, se caracteriza exactamente por lo contrario. No aprecia el Estado de derecho en su sentido más formal, conquista de los sistemas democráticos y opta, paulatinamente, al compás del poder que va adquiriendo y del que gusta en exceso, por caer en ese abismo de la incerteza que protege, silencia, ataca o amplifica según el caso y que deplora la aplicación de la ley en favor de la ‘justicia’ popular, es decir, la proclamada por partidos de escasa confiabilidad, los medios adictos y los intereses menos confesables que siempre acompañan los ataques al sistema cuando no nos complace. Golpear las instituciones, los dogmas básicos del modelo, el Poder Judicial independiente en favor de otro controlado y la ley misma, es mucho más grave que dar un golpe de Estado, pues se traduce en uno permanente, que cala poco a poco, como la lluvia fina y que acabará mal y con la victoria innegable de una de las dos formas de extremismo posible, pero que se traducen en la misma cosa: la pérdida de la libertad.

Criticar en un caso concreto el sistema de valores poniéndolo bajo sospecha porque un imputado pueda haber mentido -a lo que tiene derecho-, y votar con entusiasmo a políticos que mienten obscenamente -a lo que no tienen derecho-, revela una forma de ver el mundo que no quiero asumir y mucho menos tolerar que sea el paradigma de la virtud, cuando es expresión de intolerancia y vestíbulo de la autocracia.

Esta izquierda satisfecha de ella misma, no es la que fue y entre tanto antifranquismo y verdades históricas oficiales perdió su integridad, caracterizada por oponerse precisamente a lo oficial y estatal en materia ideológica, por amar la libertad. Esta izquierda que llora la corrupción ajena, la que condena sin recurso posible y en cuya lucha todo es lícito, hasta la negación de los derechos fundamentales, se ha vuelto fanática u obtusa, pues a la vez que aquello hace y organiza mociones de censura, silencia sentencias condenatorias gravísimas por hechos deleznables, apoya el poder administrativo sobre el judicial y proclama la bondad de la depuración de los tribunales hasta que se sometan a los dictados de la mediocridad estalinista. Y eso, todo ello, alimenta pasiones en mentes que no gustan de la libertad y atacan sin piedad el honor y el prestigio de quien se atreve a enfrentarse a las olas del momento, que coinciden con las de la represión de siempre.

Aprendí cuando inicié mis pasos en el Derecho que la ley era la expresión de la justicia, que emana de la voluntad popular y que los tribunales deben aplicarla sin más. Que eso era garantía de igualdad y seguridad jurídica. Y que los derechos humanos deben alcanzar su máxima expresión en el proceso penal, amparando a quien se ve acusado de delitos. Eso era humanismo y ansia de libertad me enseñaron.

Hoy esto va cambiando al amparo de desviaciones mostradas selectivamente y no siempre provenientes de legos en derecho. El futuro se muestra con la oscuridad propia de quienes, para fundamentar sus creencias, deben denigrar el sistema o hacerlo aguas, sin percatarse de que el riesgo que se asume es la dictadura y que esa, lo vuelvo a repetir, nunca será progresista. Esta izquierda que mercadea con la democracia, próxima a aquella que fracasó en la II República y que la llevó al desastre, debería pensar si quiere repetir la historia otra vez tras medio siglo de convivencia e imperio de la ley. No deben olvidar que representan a menos de la mitad, divididos entre izquierdas, nacionalistas de derechas o nacionalistas hijos de ideologías que amaron la sangre. La mitad no permite cambiar el mundo y menos hacia un pasado de autocracia incluso más reaccionario que el franquismo en muchas de las propuestas que hacen estos nuevos mercaderes de la nueva democracia. Ni siquiera es orgánica, como la idearon en el siglo XIX. Es pura represión, exclusión e imposición. Sus discursos hubieran sido tachados de fascistas hace medio siglo. Hoy, el mundo se ha vuelto del revés.

(*) Catedrático de Derecho Procesal