He conocido durante estos meses algunos dolorosos testimonios de alejamiento temporal entre abuelos y nietos por motivos sanitarios, a causa de la pandemia de coronavirus. Por ello, sabedora de la enorme trascendencia de este vacío sentimental y recurriendo a un cierto paralelismo, me gustaría incidir también sobre la salvaguarda de las relaciones afectivas entre las distintas generaciones de una misma familia a raíz de un divorcio. Para los menores, probablemente tan solo sus padres estén por encima de sus abuelos en la jerarquía del afecto, pues los mayores son auténticos libros vivientes que les transmiten conocimientos y les inculcan valores. Esta última función resulta particularmente relevante en estos tiempos ya que, al haber vivido una época con menor índice de fracasos conyugales, se encuentran en condiciones de ayudar tanto a sus hijos como a sus nietos a comprender algunos principios ya olvidados y, sin embargo, esenciales para disfrutar de una buena convivencia.

En circunstancias normales, su función debería ser la de correa de transmisión de la memoria y de la experiencia como complementos educativos. El problema se genera cuando llegan las rupturas de las parejas, pues los pequeños suelen perder en la práctica a alguno de sus abuelos. Para los divorciados, la ruptura suele conllevar la consecuencia de cortar o, en el mejor de los casos, reducir, la relación con sus suegros o análogos, como medida adicional para enterrar cualquier vínculo con el pasado. Por lo tanto, no es infrecuente que se obstaculice a las familias de los ex cónyuges la relación con los niños, ampliándose de este modo la lista de víctimas del desamor.

Históricamente las relaciones entre los abuelos y los nietos después de un divorcio apenas merecían una mención residual que las englobaba a las de otros parientes y allegados, y en la que no se destacaba la trascendencia de esta insustituible relación intergeneracional. Hasta la aprobación de la Ley 42/2003 no gozó de un tratamiento diferenciado. Dicha norma jurídica pretendía la consecución de un doble objetivo: por un lado, “singularizar desde un aspecto sustantivo, de forma más explícita y reforzada, el régimen de relaciones entre abuelos y nietos, tanto en el caso de ruptura familiar como en el caso de simple dejación de obligaciones por parte de los progenitores” y, por otro, “atribuir a los abuelos una función relevante en el caso de abandono de los padres de las obligaciones derivadas de la patria potestad”.

Sin embargo, algunas voces continúan afirmando que, si bien el mantenimiento de la relación entre abuelos y nietos es natural, la pura lógica legal se opone a que persistan vínculos derivados de un matrimonio o relación equiparable declarados disueltos, de tal manera que, mientras unos juristas están a favor de reconocer este derecho pensando en el bien de los niños, otros lo consideran una intromisión en los asuntos familiares y una dificultad añadida a la hora de cerrar las heridas abiertas provocadas por la separación.

A mi juicio, se impone una reflexión seria y adulta sobre una problemática que incide tan directamente en el desarrollo psíquico y afectivo de niños y adolescentes. Como punto de partida, sería preciso realizar un esfuerzo por parte de los separados para que, en la medida de lo posible, acercasen posturas enfrentadas y se centrasen en beneficiar sentimentalmente a todas las partes afectadas por la situación sobrevenida. Si sustraer vías de cariño a los propios vástagos es hacerles un flaco favor, no lo es menos infligir un profundo sufrimiento a quienes, asimismo, han contribuido a su crianza desde la cuna. Siempre debería ser un buen momento para tender puentes y, por lo tanto, quienes en su momento fueron pareja han de estar a la altura de las circunstancias para beneficiar sentimentalmente a esos seres tan queridos que son, de una parte, sus padres y de otra, sus hijos. Amor por partida doble. O, si lo prefieren, amor al cuadrado.

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