No cabe duda de que atravesamos tiempos difíciles. Los últimos doce años han sido muy duros para España: 1) la Gran Recesión de 2008, con su secuela de paro y miseria; 2) el desafío independentista catalán, que desde 2010 se ha lanzado contra la unidad territorial nacional, dejando una herida abierta de muy difícil tratamiento; 3) la pandemia actual y el colapso de nuestra economía, aún mayor que el de 2008 en términos de destrucción de empleo; 4) el deterioro consiguiente, desde hace una década, por lo menos, de la imagen de nuestro sistema político (de los partidos y sus dirigentes: oligárquicos o cesaristas, tanto da) e institucional (el Parlamento hiperfragmentado, el Gobierno inestable, la Corona cuestionada, el Poder Judicial desbordado y el Tribunal Constitucional presionado). Podemos añadir el lógico enfriamiento de nuestro europeísmo. Padecimos en carne propia la nefasta reacción de la Unión Europea -liderada por la alicorta egolatría alemana del tándem Merkel-Schäuble- ante la recesión de 2008, a la que respondió con crueles programas de austeridad, una receta procíclica condicionante de la ayuda a los países más afectados. Por eso hoy, sobradamente escaldados, no acabamos de creernos del todo las melifluas y ambiguas promesas de la canciller, en cuyas manos estuvo, y sigue estando, profundizar la integración europea o rendir culto al sagrado principio Germany First (versión trumpiana del solemne Deutschland über alles con que se inicia el himno patrio).

Vayamos al caso singular del cuestionamiento, mayor o menor, de la función y pervivencia de la Corona. Indudablemente, la Monarquía parlamentaria forma parte del pacto constituyente de la Transición. Los partidos de izquierda (PSOE y PCE) aceptaron la Corona a cambio de la restauración de la democracia. Un famoso discurso de Santiago Carrillo en el Congreso lo refleja muy elocuentemente. El Rey Juan Carlos cumplió su papel de monarca constitucional de manera espléndida, y así hay que reconocerlo incluso en estos momentos de declive de su imagen pública (que testimonia una reciente viñeta de El Roto en la cual el retrato oficial del Rey emérito aparece saliéndose de su marco, como expulsado de él por indignidad).

Dicho esto, debe convenirse que la Monarquía es un anacronismo: el acceso a la Jefatura del Estado por herencia se contradice palmariamente con el carácter democrático de la forma estatal. Como anacrónica, y contraria al Estado de Derecho, resulta la inviolabilidad del monarca: según la Constitución, “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (art. 56.3), lo que supone que no cabe proceder nunca contra él por los actos constitutivos de delito, ya sean oficiales (ahí responderían penalmente las personas que los hubieran refrendado: art. 64.2) o estrictamente privados, como, por ejemplo, conducir bajo los efectos del alcohol y/o las drogas, exportar ilegalmente capitales al extranjero o lucrarse mediante el tráfico de influencias.

Además, la Constitución no contempla ningún supuesto en que el Rey pueda ser cesado: prevé, sí, la abdicación (un acto voluntario: art. 57.5) y la circunstancia de que el monarca “se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad (física o psíquica únicamente, nunca política, a mi juicio) fuere reconocida por las Cortes Generales” (art. 59.2). Precisamente el Rey Juan Carlos hubo de hacer uso de la figura de la abdicación en 2014, para afrontar el desgaste de la Corona después del caso Nóos y de la dilatada y dispendiosa aventura real con una moderna Madame de Pompadour. Cosa también anacrónica, ya que España no era la Francia de Luis XV.

Dadas las diligencias abiertas por la Fiscalía ante el Tribunal Supremo acerca de las cantidades presuntamente percibidas por el ex Rey a resultas de su intermediación en la adjudicación del AVE entre Medina y La Meca, la extrema izquierda y los nacionalistas solicitaron la creación de una Comisión de investigación en el Congreso. La Mesa de la Cámara rechazó dos veces tal solicitud, al entender que la inviolabilidad del Rey emérito por los actos realizados durante su reinado era perpetua. La portavoz del PSOE añadió que, de acuerdo con la Constitución (art. 66.2), las Cortes controlan la acción del Gobierno, no de la monarquía. Discrepo de esta interpretación, pues la Constitución contempla expresamente la creación de una Comisión de este tipo sobre “cualquier asunto de interés público” (art. 76.1); y dado además que semejante órgano parlamentario carece de naturaleza jurisdiccional, podría crearse incluso en relación con actos amparados por la prerrogativa regia de la inviolabilidad, igual que respecto de hechos sometidos paralelamente a control judicial. Distinta es la pertinencia política de acceder a semejante iniciativa, dadas las claras intenciones antisistema de sus promotores.

He aquí, en efecto, el meollo de la cuestión. La Corona de España continúa siendo, en 2020, un mecanismo fundamental del pacto constituyente de 1978, y en aras de la concordia civil debe ser preservada como un bien especialmente valioso de nuestro proyecto de convivencia y de progreso. Sus anacronismos y sus aspectos más rancios (y los mismos discursos regios son muy rancios) deben ser cuidadosamente suavizados o eliminados. El Rey Felipe VI, cuya labor en un escenario sumamente dramático me parece magnífica, no debe considerarse jamás como el jefe de una dinastía y de su parentela (a veces parasitaria), sino justamente como lo que la Constitución dice que es: el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Así le veo yo desde el mismo día de su proclamación, haciendo gala de prudencia, sin duda, pero también de coraje, de compromiso y de cercanía en el desempeño de su papel de monarca parlamentario.

(*) Catedrático emérito de Derecho Constitucional