Ser pobre es como un vicio. A la vista de la cantidad de ayudas, estímulos, créditos y líneas de actuación de se han anunciado por tirios y troyanos, pareciera que estamos nadando en una abundancia inagotable de dinero al alcance de cualquiera que extienda la mano. Lamentablemente la realidad no es la ficción que se fabrica en la política y en los medios de comunicación, sino otra bastante más negra.

La realidad es la del empresario demudado que observa cómo empiezan a caer en picado sus ventas. La de los trabajadores despedidos. La de los carteles que ponen “se vende”, “cierre por liquidación” o “se traspasa”. La de nuestras ciudades turísticas con las calles vacías y los restaurantes cerrados.

Nuestra realidad, la de ahora mismo, es que no se construirán tres hoteles de cinco estrellas en Arico, con una inversión de treinta millones de euros, que no se harán ni creará mil quinientos puestos de trabajo. Ni la del hotel de La Tejita, que habría puesto a trabajar a trescientas personas. Ni la del puerto de Fonsalía. Ni la de tantos proyectos atascados y tantos promotores hartos de palos en las ruedas que se han mandado a mudar.

Existe un sector de la sociedad que está en contra del crecimiento y el desarrollo. Consideran que los valores medioambientales son incompatibles con la huella que deja la actividad económica. Confunden el crecimiento sostenible con la absoluta inmovilidad y la sociedad con los museos. Pasan de puntillas por el hecho incontestable de que son los dos millones doscientas mil residentes los que han destrozado las medianías con viviendas autoconstruidas sin orden ni concierto. Están a favor de un crecimiento poblacional sin límite -ni una sola restricción a la entrada de ciudadanos- porque somos un pueblo abierto y hospitalario a cualquier persona que quiera encontrar aquí un lugar para vivir, pero de manera irracional no coligen que para que toda esa gente pueda vivir se necesita una fuente de subsistencia.

Para noviembre de este año, Canarias estará dibujada en blanco y negro. Todos los sectores económicos entrarán en barrena con una caída del turismo que ya no es una fantasmal previsión, sino una amarga evidencia. Y no habrá ninguna manera humana o divina de poder remediarlo. Porque para disponer de recursos suficientes para atender a los más desfavorecidos es menester que las arcas públicas se nutran de los impuestos que se generan en la actividad económica.

No existe un yacimiento de recursos extraordinario que nos permita sustituir nuestro modelo de éxito. Para invertir fondos en la construcción de obra pública, como una cataplasma para salvar parte del empleo, hace falta dinero. Para dar ayudas sociales, hacen falta impuestos. Para impedir que las empresas y autónomos vayan cayendo como fichas de un triste dominó, hace falta negocio.

Incluso si Canarias fuera rescatada, con una inyección de ayudas del Estado, solo estaríamos ganando tiempo. Nuestro futuro depende de que vuelva el turismo. Aunque no vuelva a ser la feliz burbuja que nos hizo pensar, como nuevos ricos, que podíamos decir tantas veces no sin consecuencias.

El recorte

Doblan las campanas. “Oigo patria tu aflicción y escucho el triste concierto que suenan, tocando a muerto, la campana y el cañón”. Bernardo López no tenía -allá por finales del XIX- esa cumbre de la creación literaria, la profundidad de pensamiento y la tolerancia intelectual que es Twitter. Así que el hombre se conformaba malamente con escribir poesías. No sé qué se le ocurriría sobre ese pleno caliente en Santa Cruz que está por celebrarse la semana que viene. Ese para el que algunos están yendo a buscar al cañón Tigre para tiznar de pólvora y vergüenza la fachada de la casa de Los Dragos. Allá, en los primeros años de la democracia, los periodistas vimos volar sillas y piedras de los taxistas cabreados. Uno pensaba que cuarenta años después habríamos aprendido algo de las cosas del poder, que son como las del querer: olas que vienen y que van. Que una hinchada violenta convierta en una algarada una moción de censura es un error y es un horror. Es como cuando se quería rodear al Congreso para impedir que entraran los diputados. Es un ataque al corazón de la democracia y de la convivencia. Es una memez que no amedrenta a nadie, pero que abochorna a este municipio. Hay que saber ganar. Y también perder. Es la democracia y sus reglas. Y si acaso ocurre la próxima semana algo más grave que el puro griterío, de nada servirán las excusas.