Escuché el otro día desde Berlín la entrevista que le hicieron al presidente del PP gallego, Alberto Núñez Feijóo, y volví a sentir una profunda decepción por cómo se hace muchas veces periodismo entre nosotros.

No por las respuesta siempre evasivas del líder político, que a eso estamos más que acostumbrados, sino por el hecho de que la entrevistadora no se esforzara en señalarle inmediatamente ante el micrófono sus falsedades.

"Todos los presidentes autonómicos hemos estado al lado del Gobierno", se permitió, por ejemplo, decir el presidente de la Xunta sin que, con la simple hemeroteca en la mano, le rebatieran en directo tal afirmación.

Una vez acabada la conversación, uno de los analistas políticos del programa bromeó con eso que algunos atribuyen maliciosamente a los gallegos: su calculada ambigüedad, su capacidad para decir una cosa y la contraria sin que al final el interlocutor sepa a qué atenerse.

El líder del PP estuvo en cualquier caso en su papel, defendiendo al presidente nacional de su partido, por más que sean evidentes las diferencias, muchas veces más de tono que de sustancia, que existen entre ambos políticos.

Según Núñez Feijóo, las miles de muertes en esta pandemia han sido sólo consecuencia de la falta de previsión del Gobierno de Pedro Sánchez porque el PP lo había hecho todo bien, no había aprovechado en ningún momento la pandemia para hacer oposición y se había mostrado además siempre leal con el Ejecutivo nacional.

¿También en Madrid, uno de los epicentros de la pandemia?, habría que haberle preguntado inmediatamente, cosa que no se hizo. Más importaba al parecer preguntarle por algo que se sabía que no iba a contestar con sinceridad: si seguiría en Galicia hasta el final de un nuevo mandato, de ganar otra vez las elecciones, o daría finalmente el paso a la política nacional.

Me decepcionó, repito, la entrevista como me defraudan casi todas las que se hacen en nuestro país a los políticos, sean del partido que sean. En la mayoría de los casos se les deja explayarse cuanto les apetece, decir las medias verdades o directamente las mentiras más descaradas sin que se le ocurra al periodista interrumpir su discurso.

No es lo que ocurre en otros países europeos que conozco, donde el entrevistador se permite interrumpir cuantas veces haga falta al entrevistado, le discute aquellas afirmaciones que no crea ajustadas a la verdad o le repregunta hasta conseguir que no se salga una vez más por la tangente.

En Alemania, por ejemplo, no es raro ver a un ministro federal o jefe de gobierno de algún "land" participando en debates televisivos con políticos de la oposición, periodistas y representantes, muchas veces jóvenes, de la sociedad civil, que no vacilan en decirles a aquéllos a la cara lo que piensan.

En esos casos, el político no debe perder en ningún momento la compostura, ha de escuchar pacientemente las críticas que puedan hacérsele sin dar signos de soberbia porque al menos en ese momento es un participante más en un debate entre iguales.

En España, los políticos, sobre todo cuando están en el Gobierno, parecen acostumbrados a otro tipo de trato. Recuerdo la irritación que le produje una vez a una destacada dirigente del PP nacional cuando, entrevistándola para Efe en el Reino Unido, la interrumpí para contradecir algo que acababa de afirmar.

No parecía esperar aquélla que el corresponsal de una agencia pública interrumpiese su discurso, lo cual no debería extrañarnos tampoco hoy cuando vemos, por ejemplo, cómo muchos medios envían a profesionales cada vez más jóvenes y en muchos casos inexpertos a recoger simplemente las declaraciones de los políticos. Eso son relaciones públicas; no periodismo.