Por primera vez, el Gobierno habla de subir los impuestos. Lo soltó Pedro Sánchez, como quien no quiere la cosa, en su reunión con sindicatos y empresarios. Y el PP ha salido en tromba alegando que se trata de un asalto al bolsillo de los españoles. O sea, lo previsible. Porque las oposiciones, manejadas solamente por el interés electoral, no están obligadas a practicar el sentido común.

Lo cierto es que al gobierno español no le queda otra que tomar dos caminos complementario: reducir drásticamente los gastos de estructura de unas administraciones públicas insostenibles y aumentar los ingresos fiscales de un país con un fraude que supera el cuarto de billón de euros, donde están cayendo los cotizantes a la Seguridad Social y donde la recaudación por las rentas del trabajo y del capital están en barrena.

Hasta ahora, el sesgo del pacto de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos ha sido correr como una gallina sin cabeza tras la bandera del gasto social. El discurso es impecable. "No se va a quedar nadie atrás y la salida de esta crisis no va a ser como la del 2008". Para empezar, esta no es una crisis como la anterior. No hay un problema de liquidez, ni de crédito. Es un problema puntual de una economía que se ha colapsado por la parálisis de la pandemia y que, en poco tiempo, volverá a funcionar.

Pero España tiene un problema endémico que le hace tener una mayor fragilidad ante eventos inesperados. Seguimos siendo un país que gasta más de lo que ingresa. Nuestro déficit estructural (2% del PIB en 2019) es un lastre del que el Banco de España lleva avisando desde hace varios años. En el delicado mundo de la confianza de los mercados, empezamos a estar del lado oscuro. Y solo el apoyo ilimitado del Banco Central Europeo está evitando que la prima de riesgo, aquella que le hizo salir más canas en la barba a Rajoy, se vuelva a disparar.

Si este Gobierno quiere impulsar políticas de estímulo a la economía y dedicar más fondos a las políticas sociales tiene que aterrizar en la realidad. ¿Y cuál es? La del agujero de las pensiones. La del aumento del coste de los parados y ERTE. La del incremento salarial de los empleados públicos. La del peso de los intereses de la deuda. Y para todo eso ya saben que ni va a llegar a tiempo el dinero prestado de Europa ni van a servir las quimeras fiscales de la "tasa google", los impuestos verdes y la nueva fiscalidad a las operaciones bancarias.

Hay que buscar el agua donde está. En el IVA que grava la compra de bienes y servicios (nuestro IGIC). En las rentas de la clase media. Y en las actividades de las pequeñas y medianas empresas y autónomos, que son las que mueven el bacalao en la economía de este país con un 98% de pymes. Y subir los impuestos especiales de los combustibles.

Todo esto supondrá empobrecer a la sociedad, pero no queda otra. La gran traición política no será esa —que es inevitable— sino que el sector público no asuma su parte proporcional de la carga abaratando sus costes. La gran reforma pendiente de la administración española —que no hizo el PP— seguirá sin hacerse porque nadie se quiere enfrentar a sus efectos, electoralmente impopulares. Bajo la bandera el discurso de mantener el gasto social para los más necesitados se camufla la resistencia a reducir la grasa de una obesa burocracia de mandarines y tiralevitas que han colonizado sectores enteros de una administración ineficaz e ineficiente.

El sobre esfuerzo fiscal que se va a pedir a la gente, para ingresar más, estará cojo si no se toman nuevas medidas para gastar menos. Fue el error de la pasada crisis. Y será previsiblemente el de esta. Prefieren ordeñar más a la vaca que consumir menos leche. Y así seguiremos, en este corral nublado. Esquilmando al ganado, por turnos, hasta que un día se muera consumido.