No sé si se acuerdan€ Claro que se acuerdan, cómo no nos vamos a acordar. En medio del frío que hubo antes de la primavera, un viento helado, la enfermedad, azotó el corazón y los pulmones del mundo, vació las calles y puso dentro de las casas el estupor con el que las personas vivieron un porvenir amenazado. Las noticias fueron únicamente sobre el mal. Una nube negra, cuya oscuridad nubló también los semblantes de los niños, cultivó con la maldad que encierra toda incertidumbre el pesimismo que acompaña a estos gestos despiadados de la naturaleza.

Mientras la pandemia se diagnosticaba como enfermedad de la respiración y del cuerpo entero, la sociedad buscaba en la ciencia la orientación y la esperanza de atenuar los efectos devastadores de esta agresión oscura. Se produjo la paradoja de que sectores amplios de la sociedad, sobre todo en España, decidió que no le gustaban las predicciones científicas y los consecuentes avisos políticos sobre lo que había que hacer para atenuar el mal, para prevenirlo y para curarlo. Hubo quienes salieron a la calle con cacerolas y con automóviles para reclamar, aquí y en otras partes, como el desavisado Estados Unidos de Trump y el Brasil de Bolsonaro, libertad de hacer lo que les diera la gana.

Los negacionistas cubrieron las calles, y donde antes hubo aplausos para los sanitarios empezaron a salir, como hongos engreídos, señoras y señores bien vestidos dando rienda suelta a las consignas contra la ciencia y contra los políticos que hacían lo que la ciencia les estaba mandando. Manifestantes de aquí ignoraban adrede, porque se les había dicho que lo ignoraran, que aquello contra lo que protestaban era igual que lo que se estaba haciendo en todas partes para prevenir el mismo mal.

Hubo, incluso, discusiones sobre el número de muertos, y se acusó al Gobierno de ocultar su cuantía para beneficiarse ante la opinión pública de no se sabe qué bula. En esa escala del ataque a los gestores otros políticos y algunos medios de comunicación exigieron de maneras que no quiero recordar que hubiera más imágenes de muertos, para que fuera aún más evidente lo que ya se sufría y se contaba. Querían, y eso se llegó a decir, más ataúdes. Querían ataúdes. Un periódico dio dos veces la misma foto de los ataúdes en el Palacio de Hielo de Madrid. Una vez pequeña y otra vez en muy grande, porque en este país de dos tazas si no quieres una el caldo se te sirve por duplicado.

Pasó todo eso, y ya se sabe que en unos sitios pasó más y en otros pasó menos. Pero la amenaza cruzó el mundo y se posó en tantos lugares, con su ruin botín de mal y muerte, que sería ruin o mezquino hacer comparaciones sobre quién lo hizo mejor o tuvo mejor suerte. Es un hecho cierto, por otra parte, que en lugares de playa las cosas han ido mejor, y nosotros, los canarios, hemos sido bendecidos por esa circunstancia, por lo cual debemos dar las gracias al azar del clima, que para tantas otras cosas (de subsistencia, además) es también nuestro aliado.

Pasé en un barrio de Madrid todo el periodo del confinamiento, en realidad lo pasé desde el 6 de marzo, porque me dio miedo el diagnóstico general que se había hecho. Poco a poco, aquella zona de la gran ciudad se fue quedando vacía; se oía tan solo el aplauso de las ocho de la tarde (las siete en Canarias), que por otra parte con el tiempo sería interrumpido por el sucesivo chirriar de cacerolas. En mi caso particular, en enero, cuando el frío atacó el mundo (o este hemisferio) por todas partes, me había sido diagnosticad una bronconeumonía que me dejó indefenso, a merced de antibióticos que me salvaron la respiración y la vida.

Mientras daban, tiempo después, noticia de los síntomas del virus pude distinguir aspectos del mal en mucho de lo que me había pasado. A la angustia de enero se sumó la sensación de que todo lo que decían los doctores, los que ya sabían y los que presumían de saber, tenía que ver con lo que me había sucedido a mi mismo. Recientemente hablaron de un fármaco bastante común que podía aliviar los efectos del mal. Busqué entre las antiguas recetas y observé que el médico que me había recetado en enero me había hecho tomar, y fue mi alivio, tal medicamento, Fortefortín. Sentí, con la ingenuidad de los enfermos crónicos, que mi equipo había ganado un premio€

Ha habido, hay aún aquí y en todas partes, tanto dolor, tantas personas se han ido de este mundo, tantos siguen sufriendo, tantos están amenazados, que es imposible el olvido. Ahora estoy en mi tierra; hace buen tiempo, el tiempo espléndido que nos acompaña como una mano maternal. Las orillas están confiadas, las playas, que son el alma de los veranos, empiezan a llenarse con la ansiedad de los agostos; niños y viejos pisamos la vocación del mar de ser la cura anual de nuestros males, el cansancio y otros reumas. Y otra vez la población se va sintiendo segura de que no pasa nada, de que no va a pasar nada, porque ya pasó todo. Y no ha pasado todo; algunas noticias dicen que lo peor está por pasar, pero nadie diría en estas orillas que la gente haya escuchado esos avisos, porque veo que la mascarilla, ese disfraz imprescindible, es un objeto que se guarda en el bolsillo como se guarda el cupón de ciegos.

Las orillas reflejan hoy la inconsciencia general de la ciudadanía. Sería bueno, y exigible, que las autoridades usaran la megafonía para alertarnos a todos de que el mal no está yéndose por el horizonte, sino que está al lado, soplando, estornudando, abrazando, dejando su huella allá donde más duele. Cuidado no es ahora sólo una palabra. Es una exigencia, un grito, un modo también de relacionarse.