Se presupone que los símbolos están llamados a generar una respuesta emocional positiva entre las personas que se sienten representadas por ellos. Banderas, escudos e himnos aglutinan adhesiones entre quienes hallan en ellos signos comunes que evocan unos mismos principios, valores o creencias. Ya se trate de una Nación, una religión o un equipo de fútbol, sus emblemas oficiales representan un intangible. Como estableció el Tribunal Constitucional en su sentencia 94/1985, de 29 de julio, "el símbolo trasciende a sí mismo para adquirir una relevante función significativa al ejercer una función integradora y promover una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y mantenimiento de la conciencia comunitaria".

Sin embargo, la simbología se está convirtiendo de un tiempo a esta parte en fuente de conflictos de convivencia ciudadana. Ocurre así con determinados elementos que, en modo alguno, deberían usarse para enfrentar a los individuos, pero que las rencillas políticas y las mezquinas estrategias partidistas utilizan como arma arrojadiza en vez de como paradigma de riqueza cultural y paz social. Si las lenguas oficiales fueron las herramientas precursoras de estos enfrentamientos, ahora son las banderas las que reciben tan lamentable testigo.

El Tribunal Supremo ha dictado recientemente una sentencia de fecha 26 de mayo de 2020 en la que establece la siguiente jurisprudencia: "Se fija como doctrina que no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas".

La resolución judicial se originó a raíz de un acuerdo del Pleno del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife en el que se reconoció una bandera no oficial (la denominada "bandera de las siete estrellas verdes") como uno de los símbolos colectivos con los que se siente identificado el pueblo canario, ordenándose el izado de la misma en un lugar destacado del citado consistorio.

La decisión del TS se sustenta sobre varios argumentos. El primero, la manifiesta contradicción entre la normativa oficial que establece cuál es la bandera oficial de Canarias y la decisión municipal. El segundo, la reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional manifestando que las Administraciones Públicas no son titulares del derecho a la libertad de expresión, que sólo pueden detentar las personas físicas de modo individual. El tercero, el hecho de que un Ayuntamiento no puede ir más allá de su concreta esfera de competencias. El cuarto, la afirmación obvia de que unas formaciones políticas, por más que representen el sentir mayoritario de una institución, no convierten en legal ni válido lo que no lo es, pues están obligadas a moverse dentro de los márgenes que la Constitución y el ordenamiento jurídico imponen.

Sea como fuere, la decisión judicial ha desatado una gran polémica, habida cuenta la práctica habitual de enarbolar diversas banderas coincidiendo con fechas determinadas o festividades señaladas. A mi juicio, un Ayuntamiento puede efectuar declaraciones institucionales que vayan acompañadas del izado de banderas no oficiales si los manifiestos están conectados con alguna de sus competencias (por ejemplo, conforme al artículo 25 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, el Municipio ejercerá como competencia propia la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres, así como la lucha contra la violencia de género), pero fuera de esos supuestos, se debe limitar a ejecutar la normativa vigente de obligado cumplimiento sobre símbolos oficiales.

No obstante, el asunto tampoco termina ahí. Muchos países incorporan en sus leyes penales castigos por ultrajes a los símbolos propios. El caso de Alemania es más significativo si cabe, ya que la semana pasada entró en vigor una norma que sanciona a cualquier ciudadano que destruya o dañe en público una bandera, incluso si pertenece a un Estado extranjero. Esta postura choca con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que considera un ejercicio de libertad de expresión la quema de la bandera o de la foto de un Jefe de Estado para exteriorizar un sentimiento de aversión o una discrepancia política. En similar sentido, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha sentenciado que la quema de la bandera nacional en manifestaciones pacíficas no constituye delito, sino que es un acto protegido por la Primera Enmienda de la Constitución, referida al derecho a la libertad de expresión.

En conclusión, se ha convertido a las banderas en otro campo de batalla para pugnas políticas y problemáticas jurídicas, evidenciando una enorme habilidad para generar conflictos que entorpezcan una deseable convivencia en armonía. La enfermiza capacidad humana para transformar en un problema de desunión de primer orden lo que, en su origen, se había diseñado como espacio de integración, ha alcanzado ya la categoría de peligrosa patología. El enésimo ejemplo de que esa etiqueta de especie más racional de planeta con la que nos gusta definirnos nos queda enormemente grande.

(*) Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional de la ULL