La empatía suele convertirse en un ejercicio espinoso. Por un momento imagina que en España se instaura la pena de muerte amparada en la legislación. Suponte, por un momento, que vivimos en un estado religioso sin separación de poderes, con un dogma único irrenunciable. Imagina que cometiste el error imperdonable de estudiar periodismo y tuviste la mala suerte de ejercer la profesión en algún medio de comunicación o a cuenta propia. Imagina también que eres tan atrevido que osas exponer la realidad política, social o económica de tu país. Y que encima cobras por ello. Imagina que escribes sobre las inmoralidades de algún empresario influyente o reflexionas sobre las carencias sociales de un sector de la población que se ve obligado a lustrar el oro y a comer piedras. Imagínate, tan solo por un momento, que eres el periodista Rouhollah Zam y te han condenado a pena de muerte por contar la corrupción endémica de tu país. No es tu caso, pero ponte en su lugar. El 30 de junio de 2020, casi cinco meses y medio después del comienzo de su juicio, se anunció la condena a la pena capital de Zam, director del diario digital AmadNews y activo opositor que había vivido en el exilio en París antes de ser arrestado por la Guardia Revolucionaria Islámica. El pasado 2 de junio compareció ante el tribunal que le ha juzgado en Teherán por "corrupción en la tierra", uno de los delitos más graves para la ley iraní. Le han imputado 13 delitos y se le ha culpado de incitar a los disturbios a través de un canal en la aplicación de mensajería Telegram. Imagina por un momento que la justicia en nuestro país la dirigen a su antojo los obispos y cardenales. Imagina también que los juicios, con tintes sumarísimos, están destinados a castigar a los infieles que dañan la pureza del Estado. Pues a más de 6.000 kilómetros de nuestro país se dibuja un paisaje desolador para una persona que no es culpable. El juego comenzó cuando el temido juez Aboulghasem Salevati, ampliamente considerado como uno de los peores verdugos para los periodistas iraníes, juzgó a Zam en un tribunal revolucionario, tal y como cuenta Reporteros Sin Fronteras (RSF). Dentro de esta truculenta represión, propia de una producción cinematográfica de terror, emerge la figura del brazo ejecutor: la Organización de la Guardia Revolucionaria del Servicio de Inteligencia. Fundada por el ayatolá Jomeini en 1979, se ha convertido después de casi 40 años en el cuerpo militar más importante de Irán. Según el artículo 144 de la Constitución iraní, "El Ejército de la República Islámica de Irán debe ser un ejército islámico, es decir, comprometido con la ideología islámica y el pueblo, y debe reclutar en su servicio individuos que tengan fe en los objetivos de la Revolución islámica y se dediquen a la causa de realizar sus metas". La República Islámica es ya la mayor prisión del mundo para las mujeres periodistas, con un total de diez detenidas en la actualidad. Hace algunos meses, la presentadora de televisión Gelare Jabbari escribió en su cuenta de Instagram el siguiente mensaje: "Les pido disculpas por mentirles en televisión durante 13 años". Su colega, Zahra Khatami, renunció a su puesto para la corporación estatal iraní de radio y televisión (IRIB) y anunció: "Nunca volveré a la televisión. Perdóneme". La tercera conductora, Saba Rad, dijo a sus seguidores: "Después de 21 años trabajando en la radio y la televisión, no puedo continuar mi trabajo en los medios de comunicación. No puedo". (Fuente de las declaraciones en www.perfil.com). Son tres ejemplos del grado de manipulación y miedo que someten a los periodistas en un país hermético y opaco. Imagina por un momento que pasara en España; imagina por un momento la suerte que tenemos.