Las ideologías no se han terminado; van y vienen, eso sí. Unos se reconocen como comunistas, otros como liberales, también hay socialdemócratas, aunque, al menos en España, parecen escondidos. Yo tengo un amigo socialdemócrata al que llamo menchevique, para fastidiarle y hacer el parangón oportunista entre los revolucionarios rusos de octubre y nuestra situación política nacional; y ya sabes como acabó aquello, le digo. Pero nadie va por la vida declarándose capitalista. Si lo hiciera, lo más probable es que le llovieran las ofertas para montar un negocio, hasta que aclarara que no es que esté forrado de dinero, sino que cree en el sistema capitalista; en ese momento, la mayoría le miraría desconfiada, unos pocos le dedicarían epítetos poco agradables y alguno, más benevolente, se pondría didáctico y le diría: ¡pero si el capitalismo genera desigualdad!

Ciertamente, el capitalismo genera desigualdad, en la medida en que la riqueza creciente no se distribuye entre todos por igual. Además, hay excesos y a veces corrupción, pero ni ahora ni antes la humanidad ha estado exenta de estas lacras ni probablemente lo estará en el futuro en cualquier sistema o formación social. Sin embargo, no hay ningún país intrínsecamente capitalista en el que el nivel de vida general de la población, una vez que las conquistas sociales se fueron consolidando a lo largo del siglo XX, no haya mejorado sustancialmente, que es mucho más de lo que se puede decir de cualquier otro sistema político.

Antes de la llegada del capitalismo había una igualdad básica entre todos los hombres con independencia de su condición: nacían y morían dentro de la misma clase a la que pertenecían, el ascenso social era sencillamente imposible. Ni siquiera escribiendo la más grande e influyente novela de la historia y viviendo su éxito podía un hombre librarse de rendir pleitesía a nobles de cuna, de mucho menor mérito personal que el suyo.

El capitalismo nunca ha sido popular. Los terratenientes que explotaban por nada a las masas campesinas contemplaban airados cómo estas se iban a trabajar en las primeras fábricas. Las miserables condiciones de los obreros en el precapitalismo justificaron el augurio no cumplido de que el sistema se hundiría porque los obreros nunca podrían mejorar sus condiciones sociales. Algunos iletrados y gentes de baja extracción social se convirtieron en titanes de las grandes industrias americanas, y en todo el mundo se expandió la idea, que dura hasta hoy, de que la inteligencia y la capacidad pueden ser, quizá, suficientes para labrar la fortuna personal.

El futuro ofrece incertidumbres, claro está. El avance tecnológico implicará el hundimiento de empresas y la aparición de otras nuevas que desarrollarán actividades exponencialmente cambiantes y con productividades crecientes, y solo las regiones o países que entiendan esta dinámica podrán estar en el grupo de liderazgo del futuro. Esta es una forma de pensar menos popular que las visiones anticapitalistas que se escuchan incluso en Davos, por parte de quienes van luego a un hotel de cinco estrellas y vuelan en primera clase a sus lugares de origen satisfechos de haber sido tan políticamente correctos. Naturalmente, podemos volver al intervencionismo del Estado. Siempre es consolador creer que hay alguien que reúne todos los conocimientos necesarios para planificar la vida diaria de millones de personas: nunca proporciona mayor bienestar colectivo, pero se puede tener la cabeza a asueto. Eso explica el éxito inconcebible de los sistemas totalitarios.

Werner Sombart, marxista, renombrado catedrático de economía, doctor honoris causa por múltiples universidades, escribió a principios del siglo XX El capitalismo moderno, un libro de enorme éxito que aún se edita. Sombart, que era considerado por F. Engels como “el único economista alemán que ha entendido El Capital” se convirtió más tarde al nazismo, sosteniendo: “no sabemos cómo se comunica Dios con el Fuhrer, pero el hecho no puede negarse, el Fuhrer recibe órdenes directas de Dios”. Más que en la intuición mística de los grandes dirigentes y sus doctrinas, sería preferible, si queremos volver a generar riqueza y empleo, depositar nuestra confianza en la aplicación de los principios de la economía de libre mercado, dentro del modelo capitalista.

(*) Economista