Durante mucho tiempo creí en las virtudes de reivindicar la memoria. El pasado debía desfalsificarse y ser restituido en todo su ambiguo resplandor. Escarbando en la papelera encuentro a un mocoso lleno de fervor escribiendo "el pasado no es cosa del pasado, es cosa nuestra, y se pliega sobre nuestra cotidianidad como la piel al cuerpo de un recién nacido". Sigo creyendo lo mismo, pero también he descubierto la conveniencia de una ética del olvido. Lo he vivido intensamente con ocasión de la moción de censura de Santa Cruz de Tenerife. Porque será imprescindible aplicar esa ética en los próximos años. "Las naciones tienden a reírse las unas de las otras", escribió Schopenhauer, "y a ninguna le falta razón al hacerlo". Espero que no se entienda esto como una equidistancia. La equidistancia también se ha convertido en un insulto. O con unos o con otros. Así es imposible un debate público racional, un debate razonable sobre las políticas públicas, las opciones abiertas y sus efectos. Se puede (creo que se debe) estar con unos sin ridiculizar o criminalizar a los otros. La polarización terminará triturando la democracia porque es alérgica al diálogo, trivializa el disenso y boicotea el consenso. Ya conocen la reflexión del cubano que lee en una pared el eslogan: "Patria o muerte". Traga saliva y pregunta es voz bajita: "¿Y no hay una tercera opción?".

Los partidos, coincidirán ustedes conmigo, no son agentes recomendables, pero son instrumentos necesarios, imprescindibles, al menos, mientras queramos preservar la democracia representativa. Los partidos se mueven por incentivos y el inventivo central que vertebra todos los demás es el poder. En la lucha por el poder se intenta conciliar una ética de la responsabilidad -lo que debe hacerse- con una ética de la convicción -lo que se quisiera hacer-. Después de cuarenta años de democracia constitucional ninguna organización política está en condiciones de presentarse como un bruñido espejo de virtud. Insisten en hacerlo, desde luego, pero salvo sus respectivas hinchadas, la única reacción que obtienen es un bostezo hastiado. La polarización supone, aparentemente, superar la crisis de legitimación del sistema democrático, pero en realidad implica focalizar la ilegitimidad en el adversario, que ya simplemente es el enemigo, cuando no un delincuente, indigno de compartir el espacio público.

En Canarias solo arden por el momento las embarradas redes sociales y las webs guerracivilistas, pero la crisis económica y social va a agudizarse intensamente en los próximos meses, y ese asqueroso lenguaje nazificado, que convierte al otro en un tarado o en un criminal, en un inútil babeante o un delincuente salvaje que solo está en la poltrona para mamar, puede convertirse fácilmente en material inflamable. No es ninguna crítica a un debate político intenso y, si es necesario, descarnado, sino un rechazo asqueado a convertir el insulto en una estética y el escupitajo en un sistema moral. A nivel local, muy especialmente, será imprescindible unidad de acción -sea quien sea quien gobierne y quien esté en la oposición- para atender a los miles de vecinos que necesitarán ver cubiertas sus necesidades más básicas. No va a ser un ligero incremento en la elevada presión asistencial ya existente. Es más posible que sea un aluvión de reclamaciones y demandas cada vez más exasperadas. Las idioteces y enormidades que se están escuchando en los últimos días quizás se recuperen a largo plazo como discursos y eslóganes, pero van a quedar sepultadas por una situación de extrema gravedad en la sociedad chicharrera y en toda Canarias.