Bagheria -sesenta mil vecinos en la provincia de Palermo y en la singular Sicilia- evoca cualquier ciudad costera de Canarias sólo que con mejor traza -dentro de su originalísimo barroco y tal como la soñó el virrey Giuseppe Branciforti- y con sabio y meritorio respeto a las viejas construcciones, algunas con uso turístico y otras dedicadas a los oficios de la mar y del comercio. Por si fueran pocos estos valores quedó en la historia como el acertado escenario del último gran clásico europeo, con el que reabrieron sus puertas más de doscientos cines de España después del dichoso confinamiento.

Durante diez años Giuseppe Tornatore (1956) escribió y reescribió Cinema Paradiso (1988), segundo de los catorce títulos de una filmografía que se disparó con este éxito mundial de crítica y público, que obtuvo el Oscar de Hollywood, el Gran Premio de Cannes, Bafta y Globo de Oro. Junto a Franco Cristaldi, su productor de cabecera, y el veterano y genial Ennio Morricone, recuerda este trabajo como un homenaje apasionado a la industria de los sueños, a la fascinación de la sala oscura y los ojos, los oídos y la ilusión cómplice para entrar, sufrir y gozar, vivir en suma en el celuloide, historias ajenas que pudieron y quisieron ser nuestras.

Iniciado en el teatro independiente desde la adolescencia, mientras esperaba la oportunidad del despegue, construía historias dramáticas para el futuro que le abrió de sopetón la biografía idealizada del imaginario Salvatore Di Vita, hizo publicidad en medios escritos y audiovisuales, escribió guiones para documentales e, incluso, trabajó como proyeccionista en cinematógrafos insulares, empezando por su Bagheria natal; además se entrevistó con más de trescientas personas con las que amplió e intercambió conocimientos de la cartelera y las costumbres de la época, las andanzas de la censura implacable a la que había que burlar y que, de rebote, creó una antología inolvidable de los besos famosos, una ensalada genial de fotograma a fotograma con la elegante y tierna sugestión de la banda de Morricone, que fue el legado del viejo Alfredo a su amigo Totó.

En una sala grande y oscura, con cinéfilos nostálgicos y público nuevo, mascarilla en rostro y respetadas distancias de cortesía y seguridad, vi una vez más -y hace años que perdí la cuenta- una historia limpia y lineal que nunca se ha marchado, ni se irá, de nuestra memoria.