"A ver, ponga otro dedo. Otro. El pulgar, ahora. Señora, no tiene usted huellas. ¿En qué trabaja? ¿Usa líquidos abrasivos a diario?"

Esta conversación, que podría ser el inicio de una historia de suspense, es absolutamente real y se lleva produciendo, cada cinco años, desde hace aproximadamente unos quince.

Tiene, como digo, todos los elementos para ser el arranque de un relato prometedor, porque, además, sucede siempre en el mismo lugar y con las mismas personas. Los sujetos principales somos la comisaría de policía donde voy a renovar el DNI, la funcionaria que me atiende -porque el azar así lo quiere- y servidora de usted. La cosa no resultaría tan inquietante si no fuera porque jamás he trabajado con sustancias químicas y no me dedico a la soldadura ni a la construcción ni a la industria vidriera ni a la minería, como bien habrá deducido si me lee.

La escena al detalle es, con variantes mínimas, como sigue:

Llego, me llaman, me siento, compruebo, con horror, que me ha tocado, de entre los muchos trabajadores del cuerpo, la auxiliar veterana que jamás me encuentra las huellas, pongo un dedo donde me indica, no se registra nada, refunfuña, me dice que vaya problema, me indica que me frote la yema de los dedos en la frente -zona más grasa de la cara-, obedezco, pongo de nuevo el dedo donde me indica y hago lo mismo con los dedos restantes excepto el pulgar, que ella guarda en la recámara como última opción, como truco final de funcionaria experimentada que ya lo ha visto todo.

Pero ni por esas.

Entonces comienza un rosario de reproches: "Es que usted no se hidrata bien las manos", "es que usa demasiado el móvil", "es que seguro que pasa mucho tiempo en el ordenador". Me siento, en ese momento, como una jovenzuela cogida en falta o, lo que es peor, como una señora madura que ha hecho muy mal todo en la vida. Que, en lugar de bañarse en litros de crema como la gente de bien, ha ido por ahí, alegremente, con las extremidades resecas, a lo loco, sin reparar en la salud de sus crestas papilares ni en las pobres funcionarias que tendrán que registrarlas. Que, en vez de dedicarse a una ocupación sana como la cría de pájaros o la venta de coches, se ha dado al tecleo compulsivo en todos los dispositivos posibles.

El episodio acaba siempre igual. La mujer, extenuada, da por buena una huella medio desvaída mientras me advierte, agorera: "Un día de estos va a tener un problema gordo en un aeropuerto, no sería la primera vez que sucede".

De modo que, cuando salgo de aquella comisaría, me siento a lamentarme en un banco cercano y no me doy a la bebida porque estas diligencias las suelo hacer, normalmente, a primera hora de la mañana.

Este racconto, ya lo habrá adivinado, no tiene otra pretensión que despertar en usted la solidaridad y la empatía y, al tiempo, servir de pública declaración por si se cumplen las terribles predicciones de la cazadora de huellas y un día, no lo permitan los dioses, me encuentro en un país remoto intentando justificar, no sé bien de qué modo, que no soy una delincuente, sino una pobre insensata que no se hidrató las manos lo suficiente cuando podía hacerlo.

Y si este relato triste no le ha movido a compasión y, muy al contrario, en este momento se está echando unas carcajadas a costa de mi desgracia, no se olvide, querido, querida, de que, con el uso y abuso del lavado de manos y los geles hidroalcohólicos que ha hecho en los últimos meses, usted podría ser yo.

Que pase un buen día.