El periodismo es el arte de informar sobre las personas que vuelan. Un repaso a la prensa demuestra que se basa en agasajar a quienes más viajan en avión, con las millas en el aire como principal indicativo del escalafón social. Ahora viene el fragmento obligado en que recordamos que la pandemia ha aterrizado a los poderosos del planeta, demostrando que su función es perfectamente sustituible por un robot. Sin embargo, ninguno de estos nuevos ermitaños ha añorado los aeropuertos, en las entrevistas que han concedido desde sus cuevas. Al contrario, la mayoría expresa su compromiso de reducir la exposición futura al enlatado aéreo, con o sin coronavirus.

El nuevo privilegio es no volar. Las eminencias que desertan de los aeropuertos presuponen que sus excelsas opiniones también serán perseguidas vía Zoom. Nunca han estado tan equivocados, porque su celebridad se basa en sobrevolar a los humildes mortales. Sorprende que en sus entrevistas del confinamiento hayan condenado rutinariamente la ganadería intensiva que propicia las pandemias, pero que no establezcan la conexión inmediata con el estabulamiento de los pasajeros en aeropuertos y aviones.

Jacques Tati ya estableció definitivamente en Playtime la identificación entre aeropuertos y hospitales, que se ha intensificado en las décadas posteriores. La aversión a volar no solo multiplicará los accidentes de tráfico, sino que ha llegado al punto de que un ciudadano desconfinado prefiere ser atendido en una clínica donde ha circulado el coronavirus, antes que sufrir la tortura aeroportuaria. Qué gran oportunidad de finalizar este artículo en la confianza de que las autoridades aprovecharán el paréntesis de la pandemia, para replantearse el maltrato a los pasajeros. Por desgracia, las promesas de cambio también serán incumplidas en este apartado. No se vuela con alas, sino con mentalidad de esclavo.