Como ciudadano disciplinado decidí regresar a la normalidad este fin de semana. Así que puse en marcha un viejo hábito, cierto que cada vez más devaluado, de asomarme a uno de los partidos de fútbol de la televisión. Algunas veces, hace ya bastantes años, este era un momento decisivo del domingo, cuando la familia nos organizábamos con pizza y cerveza. Ahora es un momento de recuerdo melancólico de aquella edad dorada de la vida, cuando tus hijos eran chicos y tú veías imposible llegar a los sesenta. La pizza sigue ahí, y la cerveza ya es sin alcohol, pero todo es insípido. Sin embargo, la nueva normalidad se me apareció del todo devaluada. Los pocos minutos que estuve frente al televisor se me hicieron eternos y ninguno de ellos me trasladó al pasado. Como en la vieja canción del poeta Louis Aragón, los jugadores parecían esos soldados sin armas que se hubieran vestido para otro destino. Eran como Bruno Ganz en El Cielo sobre Berlín, cargando con su coraza como chamarileros.

“¿Qué hago aquí viendo un entrenamiento?”, me dije. Y eso parecía en verdad. Todo carecía de tensión, de vida, de relevancia, de energía. En realidad, deseaba hacer esta experiencia porque hacía días que había recibido el último libro de Hans U. Gumbrecht: Crowds, Multitudes. Lleva un subtítulo que es la expresión nítida de una tesis: El Estadio como ritual de intensidad. En todo caso, mi experiencia el domingo confirmaba el sentido básico de este libro, ameno, experiencial, a mitad camino de la sociología de la cultura de la vida cotidiana y de la hermenéutica de la secularización. Sin el estadio lleno, no hay intensidad de vivencia, incluso cuando esta es tan secundaria como para crear la atmósfera sólo de un recuerdo.

En realidad el estadio vacío debería ser indiferente. Al fin y al cabo se trata de meros simulacros. Sin embargo, la imagen del estadio lleno, vibrando, imanta la pantalla y hace que el espectador televisivo participe de algo vivo. Con estadios llenos, al menos la imagen se mantiene anclada de alguna forma a la corriente de la vida. Un partido con el estadio vacío está muerto y lo que se emite es un subrogado de muerte, una muerte doble. Si se trata de un ritual de intensificación, lo decisivo entonces no son los futbolistas. Ellos no son los celebrantes en ese ritual. La energía no procede de ellos. Esta emerge de algún lugar extraño en el que se cruzan los polos de las masas electrificadas encontradas y los jugadores. La fuente última en todo caso procede de la grada.

El libro de Gumbrecht, como he dicho, es un perfecto complemento a una teoría de la secularización, y todo él está atravesado de metáforas de sacralidad volcadas al espectáculo deportivo. La primera analogía, contrastada en diversas experiencias se registra entre los estadios y las catedrales. La última es la cercanía entre las masas de aficionados y el viejo cuerpo místico, algo que requiere presencialidad. Y, sin embargo, Gumbrecht no quiere actualizar la tesis que sugiere que los fenómenos deportivos cumplen un equivalente funcional a la religión. No solo no hay aquí trascendencia. No solo todo se resuelve en una forma condensada de vida en el más acá. Lo importante es la contraposición entre estadio lleno y estadio vacío; entre un lugar que encierra la “plenitud de la vida” por un momento y luego queda abandonado en la ciudad como un afuera.

Lo decisivo es esa contraposición entre el mismo lugar de la intensidad de la experiencia y de la vivencia, donde tiene lugar un acontecimiento que registra la atención propia de algo relevante, y ese mismo lugar que no merece atención porque no está lleno. La contraposición no es por tanto entre el más acá y el más allá, sino entre euforia, plenitud, intensidad, y completa irrelevancia fantasmal. No tiene nada sagrado propio. Lo relevante es llenarse de gente. Vacíos, los estadios son menos que lugares neutros.

Por eso, con toda razón, Gumbrecht nos dice que un acontecimiento deportivo no puede existir sin las masas de espectadores. Esto es así porque todo lo que en él se juega, -intensidad, plenitud, transfiguración del instante-, depende del contraste entre estadio lleno y estadio vacío. Su reducción a realidad que es contemplada en imagen, sin el ritual de la formación de comunidad viva, puede tener sentido para los analistas, para los expertos, para los comentaristas (que ya se aburren bastante, los pobres), pero no puede cumplir ninguna función de transfigurar la ciudad, de organizarla, de disponerla en el disfrute de sí misma, de secuenciar su tiempo.

Por eso el título del libro ofrece el principal protagonismo a las masas. Su comprensión como cuerpo místico no es una metáfora. Es una realidad que goza de sí misma, que es autoconsciente, que proyecta su intensidad sobre los aspectos seculares de la semana, que genera un sentimiento de protección, de pertenencia. Los ejemplos que al final del libro muestra Gumbrecht son momentos de intensidad inolvidable, como cuando las dos aficiones de Boroussia Dortmund y del Mainz 05 cantaron el himno You’ll never walk alone al enterarse de que un espectador había muerto de infarto. Tuvo lugar el 13 de marzo de 2016 y fue una experiencia espontánea de duelo, de comunicación, que Gumbrecht vivió como un dolor delicado pero genuino que hizo presente una pérdida anónima y al mismo tiempo próxima.

Desde luego, no se desea idealizar el sentido de la comunidad que se abre paso en los acontecimientos deportivos. Se llama la atención sobre el hecho de que este aspecto comunitario de la vida social responde a exigencias muy profundas de construcción de nuestro psiquismo. Con esos rituales, un mundo antiguo llega a nosotros desde Grecia, conservando la exigencia de vida comunitaria. Se aplique a los aspectos deportivos o políticos, laborales o culturales, nos sugiere que el sentido de la vivencia intensa de la experiencia no se proyecta sobre los ámbitos de la existencia individual. Sin la multitud no existe ciertamente la vida social.

Ahora recuerdo, sin embargo, que algo más me hizo abandonar enseguida la televisión. Lo hice al presenciar la enésima llamada a realizar apuestas. Como si todo estuviera diseñado para una sustitución de intensidades, con los estadios vacíos se despliega una feroz pedagogía, que este Gobierno no ha querido atajar, para incitar a vivir este simulacro de vídeo juego desde la emoción solipsista de la apuesta, ese agujero negro en que se hunde el individuo neoliberal pendiente de capitalizar hasta el momento de su gozo, inclinado exclusivamente al vértigo de la ganancia fácil.

(*) Director De Departamento De Filosofía Y Sociedad. Universidad Complutense De Madrid