La celebración del Día Internacional contra las Drogas quedará algo deslucida en esta ocasión. Cierto es que no suele acaparar especial atención en los medios, más allá del morboso interés que despiertan las tendencias del consumo veraniego. Sin embargo, 35 millones de drogodependientes en todo el mundo y nada menos que 600.000 muertes anuales son cifras que justifican la necesidad de un mayor compromiso con el problema. Cuando menos en España, que por algo seguimos a la cabeza de los rankings mundiales. Y seguiremos, no lo duden.

Antes de que la Covid-19 condicionara nuestras vidas, el planeta ya sufría otras pandemias de igual o, incluso, mayor impacto social y sanitario. Desde hace décadas, la adicción a las drogas -incluyendo al alcohol, por supuesto- es, indudablemente, la que registra mayor gravedad y extensión global. Lo curioso es que olvidemos, no sin cierta mala intención, una lacra con la que aceptamos convivir sin gastar muchos esfuerzos en combatirla. Hace ya un buen tiempo que se tiró la toalla o, cuando menos, no hay evidencia alguna que apunte en sentido contrario. Y, a la vista como anda el patio, tenemos motivos para tomar en serio este asunto. No se trata de predicar en el desierto porque uno ya está harto de mendigar. Otra cosa es la obligación de aprovechar toda ocasión para llamar la atención sobre la situación. Y ese Día Mundial que Naciones Unidas celebrará mañana obliga nuevamente a la reflexión.

Ni la pandemia del nuevo coronavirus es igual a las anteriores, ni la crisis económica en la que ya estamos inmersos se asemeja al caos financiero de 2008. El contexto, en términos sanitarios y sociales, es bastante más complejo. Tanto como la afectación que producirá en relación al consumo de alcohol y otras drogas. Por ejemplo, una medida imprescindible como el distanciamiento social favorecerá la disminución de contagios, pero también incrementará el riesgo para la salud psíquica de la población. La relación entre el malestar emocional y el consumo de sustancias -utilizado éste como medio de afrontamiento- es uno de los pilares básicos del proceso adictivo. Y si de algo vamos a ir sobrados en los próximos años, es de desasosiego. Añadamos una caída de la economía hasta valores desconocidos hasta la fecha y podremos hacernos una idea más aproximada de la magnitud del escenario que se presenta ante nuestros ojos.

Andamos necesitados de buenas noticias, pero no esperen encontrarlas en esto de las drogas. Ojo, que ser realista no conlleva pecar de alarmismo; por el contrario, negar las previsiones que se encuentran basadas en la evidencia sí constituye una enorme irresponsabilidad. Nos encontramos ante un escenario de consecuencias previsibles y, en consecuencia, podemos aventurar cómo evolucionará la situación, cuando menos a corto y medio plazo. Sabemos que el consumo de drogas puede ser inicialmente procíclico -esto es, puede disminuir si bajan los ingresos-, pero también que se produce un incremento en el número de adictos y en la gravedad de estos casos. En otros términos, el consumo per cápita podrá registrar cierto descenso, pero las dependencias al alcohol y a las demás drogas mantiene un comportamiento contracíclico: aumentan considerablemente cuando cae la economía. Por ejemplo, durante la crisis financiera de 2008 en Europa, el desempleo incrementó el riesgo de presentar una adicción en un 32%. Y por cada punto porcentual en que disminuyó la renta de los hogares, se elevó en un 3% la incidencia del alcoholismo. Así pues, conocemos bien lo que se espera. Otra cosa es que actuemos en consecuencia.

Vivimos momentos en los que las políticas sociales van a colisionar entre sí, en la búsqueda de una financiación que siempre será escasa. Una vez más es cuestión de prioridades. Excluida la política que deber ser prioritaria -obviamente, el empleo-, las demás entrarán en una lucha fratricida por los recursos disponibles. Olvídense de las buenas intenciones y de lo que pudiera ser políticamente correcto. Es la hora de competir por unos fondos que, más que limitados, se nos presentan claramente deficitarios. Y llegado este punto, a un servidor le preocupa que en el reparto de los dineros públicos vuelvan a priorizarse algunos criterios en los que el estigma y la negación tengan un peso decisivo. Se avecina la tormenta perfecta: factores de riesgo, priorización de otros problemas sociales y de salud, y competencia presupuestaria. Mala conjunción.

El estigma del desconocimiento y de la atribución de responsabilidad han marcado el devenir de la prevención y la atención a las drogodependencias a lo largo de los años. Habrá que insistir en que hablamos de enfermedades que pueden prevenirse y, por supuesto, disponen de tratamientos efectivos. Eso sí, cuando se implementan programas basados en la evidencia científica y no burdas campañas mediáticas o remedios sin fundamento alguno. De otra parte, se hace obligado abrir los ojos ante un consumo de drogas entre adolescentes que no encuentra final, quizás por la inacción generada por el negacionismo dominante en los últimos años. Porque, sin duda alguna, lo que falla no es la prevención sino el desinterés por ella y esa constante promoción del consumo que defienden algunos. Por cierto, con la complacencia de quienes les correspondería poner orden en este embrollo. Véase, como ejemplo, el alegre discurso de la marihuana en este país. También volveremos a enfrentarnos al estigma no declarado -pero sí consciente- que fija la responsabilidad del problema en el adicto, no en la sociedad que favorece el consumo y niega los medios para evitarlo. Lo dicho: o aclaramos estos conceptos o poca ración tocará de una tarta que se prevé un tanto raquítica.

Quienes padecen esta pandemia olvidada sufrirán, quizás como ningún otro colectivo, esa nueva normalidad a la que estamos abocados. Naciones Unidas advierte una situación de partida ciertamente preocupante: solo una de cada siete personas con adicciones a sustancias recibe tratamiento y no siempre de la calidad adecuada. Las dependencias al alcohol o a otras drogas se incrementarán en todas las clases sociales, pero no hay duda de que su impacto será mucho más intenso entre los más vulnerables. Los males nunca vienen solos. Por tanto, es previsible que las consecuencias sociales de la crisis sean más intensas entre quienes presentan patologías psiquiátricas y, en especial, entre aquellos que desarrollan patrones problemáticos de consumo de drogas. Y viceversa, por supuesto, generando un círculo vicioso en el que cada factor de riesgo retroalimentará a los demás.

Puede que no sea el momento de reclamar más medios. Bastaría, cuando menos, con asegurar el mantenimiento de los recursos actualmente existentes y evitar mantener en el olvido a esta vieja pandemia. Poco más.

(*) psiquiatra