Me ha preocupado mucho desde siempre la influencia que ejercemos los profesores y las profesoras sobre nuestros alumnos y alumnas. Cuando es positiva porque puede llegar al extremo de salvar la vida de un alumno y cuando es negativa, porque puede acabar con sus mejores deseos de aprender y romper las expectativas más ambiciosas.

Hay quien me dice, con buen criterio, que insista en esta cuestión para avivar la conciencia de la responsabilidad de los formadores y para alertar a quienes pueden ser dañados por una mala actitud de quien tiene el deber de motivar y ayudar.

Algunas veces, el artículo te llega prácticamente hecho. Por ejemplo, cuando una profesora, como es el caso que me ocupa, te cuenta la experiencia que vivió hace años y que, en buena medida, marcó su infancia. Se me permitirá, por respeto a la fuente que me la brinda, que no mencione el nombre de la persona ni la ciudad donde me hace la confidencia. Sí quiero agradecer a esa persona la amabilidad y la generosidad de compartir conmigo entonces y con todos mis lectores y lectoras ahora, la dolorosa experiencia que vivió hace años.

Le pedí que me contara por escrito y con brevedad su historia porque no es igual dar voz a un relato que utilizar las palabras de quien ha vivido en sus carnes la experiencia. Le cedo la palabra.

"Los recuerdos y vivencias de un niño en edad escolar marcan mucho en la edad adulta. Recuerdo de compañeros, de tus ídolos, maestros, etc€ Todo deja huellas.

Mi padre fue siempre un referente para mí, yo quería ser como él.

Por su trabajo y por su relación laboral con personas de lengua inglesa, hablaba muy bien el idioma pero no sabía ni leerlo ni escribirlo. Ese hecho, allá por el año 85, cuando yo tan solo tenía 9 años hizo despertar en mí la vocación por la docencia y el interés por la lengua anglosajona. Como la EGB no incluía la asignatura de inglés hasta sexto de primaria, pedí a mis padres que me matricularan en una academia de inglés con el objetivo de aprenderlo para que yo misma pudiera enseñar a mi padre a leer la lengua en la que tan bien se desenvolvía.

Con toda la ilusión que una tímida niña de 9 años podía tener por alcanzar su objetivo propuesto, asistía a clases extraescolares de inglés pero mi timidez no me dejaba tener soltura para expresarme y demostrar la buena pronunciación que tenía gracias a mi padre.

Una tarde como cualquier otra, la profesora, siempre que se dirigía a mí, me trasmitía tanta inseguridad que no era capaz de articular palabra. Uno de mis recuerdos más marcados de esta etapa de mi infancia es cuando mi profesora me hace una pregunta en relación a lo que estábamos tratando en el libro de texto. Tal fue mi bloqueo, por nerviosismo, por timidez, por inseguridad o por lo que sea que se me pasara por la cabeza en ese momento, que solo pude responder que no veía la respuesta. La reacción de la maestra hizo que toda mi ilusión por el aprendizaje del idioma se frustrara y dijera a mis padres que ya no quería volver a ir a clases de inglés. La profesora me había "ridiculizado" delante de todos mis compañeros o lo que entiende un niño de 9 años por ridiculizar en ese momento.

No debió gustarle la respuesta que le di porque se levantó de su silla, se dirigió hacia mí, se quitó sus gafas y me pidió que me las pusiera. Una vez que me las puse me preguntó que si llevando sus gafas veía mejor la respuesta.

No recuerdo bien si la visión la tenía borrosa por su alta graduación o por el bochorno que estaba sintiendo.

Lo positivo fue que las mismas gafas no me permitieron ver las caras de mis compañeros mientras se reían de la situación.

Afortunadamente, mi padre me hizo cambiar de idea con respecto a abandonar mis estudios, tan solo tuvo que decirme que le haría mucha ilusión que yo le enseñara a leer. Debía ser fuerte mi vocación por la docencia porque nuevamente acepté el reto. Hoy en día soy maestra, especialista en lengua extranjera y mi padre sabe leer y escribir en inglés.

Como docente tengo muy presente que mis alumnos estén lo más cómodos y relajados posible para poder trasmitirles la seguridad en sí mismos qué necesitan para que poco a poco vayan adquiriendo y demostrando sus competencias.

Los niños son personas que crecen hasta hacerse adultos y en cualquier momento de la vida puedes necesitar de su labor, su ayuda o el servicio de esa persona, como ocurrió en mi caso.

Pasado el tiempo, es decir, en el presente año 2020, mi carrera como docente ha ido madurando y avanzando hasta llegar a un puesto donde asesoro y ayudo a otros compañeros a realizar su trabajo. Una mañana recibí la llamada de una profesora que me requería para que le asesorara para llevar a cabo un proyecto. Evidentemente, no solo la asesoré sino que también la ayudé. Era mi profesora de inglés".

Hasta aquí el relato de la protagonista. Es emocionante sentir la vergüenza de esta niña tímida cuando, delante de toda la clase, con las gafas de la profesora puestas, es ridiculizada y zaherida por su maestra.

Rafael Santandreu tiene un libro titulado Las gafas de la felicidad. Las gafas de la maestra fueron las gafas de la amargura. Imagino la angustia de esta niña, tímida y sensible, como ella se confiesa, cuando, al mirar a la profesora, viese esas gafas que para ella habían sido objeto de ridículo ante toda la clase.

Su pasión por el aprendizaje del inglés quedó truncada por la angustia, por el miedo, por el dolor, por la vergüenza. Una cosa es corregir y otra cosa es humillar. La corrección hecha con exigencia y amor estimula y motiva. La humillación duele, desanima y deja huellas. No podemos olvidar que el profesor disfruta de una posición de poder. Y, sobre todo, no podemos olvidar que, en una clase, los demás alumnos y alumnas ejercen una enorme presión sobre el que está en una posición de ridículo.

No somos conscientes de la importancia que tiene para los niños y las niñas ser ridiculizados en presencia de sus colegas. La maestra iría a comer ese día, satisfecha quizás por la tarea realizada en el aula. Y dormiría con tranquilidad después de un día de trabajo. Pero una niña seguiría mucho tiempo dolorida por aquellas risas, se sentiría humillada por aquellas miradas que la ridiculizaban.

Afortunadamente, esta maestra reaccionó por el estímulo que supuso la petición de su padre de convertirla en su maestra. Afortunadamente también supo poner aquel duro aprendizaje al servicio de la superación.

Le pregunté si había desvelado a su antigua profesora las consecuencias de aquel incidente. Me dijo que no. Y luego he pensado qué efecto habría tenido esa confesión. ¿Recordaba algo? ¿Fue consciente? Lo que para ella fue un hecho intrascendente, dejó traumatizada a una niña. Aquellos segundos fugaces dejaron una huella que ha durado muchos años, que durará probablemente toda la vida. Muchas veces no somos conscientes del daño que causamos. Y no estaría mal que pudiéramos aprender de nuestros errores.

He querido contar esta experiencia porque, alguna vez que otra, también se puede escarmentar en cabeza ajena. No es fácil, pero es posible. No es frecuente, pero es deseable.

(*) Doctor en Ciencias de la Educación