Cuando veo a políticos canarios en la soledad de la espera, mientras desinfectan la tribuna de oradores, pienso en la reacción química precipitada por ocho salpicaduras atlánticas, que acaban evaporándose por la sequedad del aire acondicionado. La primera habla con acento suave, mestizaje de cantarín atiplado y raíz afrocubana. La segunda huele a complejo de inferioridad, a los hijos de los hijos del caciquismo arrojados a estudiar o no en la universidad. La tercera memoriza el ejercicio de un miniparlamentarismo de provincias, azorado ante la extrañeza de un escenario que le impone. La cuarta suda en viva competición de eses aspiradas, juego interior de grandilocuencias muy propias del voy a aprovechar que estoy aquí. La quinta siente su proverbial insignificancia al erigirse en repiquete de lo que le dicen que dice el partido. La sexta sufre la insoportable levedad de ser parte alícuota en el gobierno archipelágico, atarse al relato de su franquicia política, y en retruécano carnavalero, disfrazarse de la voz que más defiende a Canarias. La séptima concluye que gracias señor presidente por el tiempo concedido y señorías, dicen que la distancia es el olvido. La octava, que bien podría llamarse La Graciosa, garrapatea notas en la terminal de Barajas, cuando el cansancio deja paso a la melancolía:

¡Oh, Metrópoli! ¡Oh, gozosa capital de leche y miel! Soy un humilde mensajero de allende los mares y vengo a pedir audiencia. Sé que tengo una hora menos, sé que el llanto del emigrante es mi único equipaje. Sé de mi navegar errante.

¡Oh, lady Madrid! ¡Oh, cielo enloquecido! Soy isleño y muero en tu calor frío. No soy digno de merecer tu compasión, pero has de saber que mi paraíso no necesita de tus abrazos. Ni de tus besos. Ni de tus dulces promesas. Solo quiere tu respeto.

rafael.dorta@zentropic.es