Fue ayer. El último día de la prórroga del estado de alarma concluyó a las 24:00 horas de ayer. Cuando comencé a escribir este artículo quería tratar sobre el final del estado de alarma en alguno de sus aspectos. Se me ocurrió poner en el buscador de google "21 de junio de 2020" y me quedé atónito. Las dos primeras páginas de referencias señalaban como tema único que según el calendario Maya el final del mundo sería precisamente el 21 de junio de este año. ¡Qué casualidad! O sea, que si estás leyendo este artículo, el pronosticado final del mundo según los mayas, no ha ocurrido. Y menos mal, porque este trabajo de poner por escrito una opinión como esta para el lunes 22 de junio hubiera sido un trabajo perdido.

¡Qué afán por saber cuándo se acaba la historia! Ya sabemos que este mundo tendrá que acabar. Los astrofísicos nos dicen que el Sol va a tener una vida activa de 5.000 millones de años. El Sol y nuestro planeta tienen aproximadamente la misma edad: 4.600 millones de años. Aún le queda al Sol una gran cantidad de hidrógeno por convertir en helio. Es decir, el Sol aún no ha llegado a la mitad de su vida activa. Según lo que se sabe hasta ahora, los seres humanos más antiguos existieron hace aproximadamente 50.000 años. La energía que se libera en el interior del Sol tarda un millón de años en llegar a su superficie. Es decir: la energía del Sol que nos llega hoy se produjo en el interior del Sol cuando ni siquiera existíamos los seres humanos en este planeta.

O sea, que final va a tener.

Se trata del afán de control inherente a nuestra condición humana, uno de los aspectos de nuestra psicología y de nuestra inteligencia, que nos empujan a intentar prever el mañana, a programarnos. Una buena programación es fundamental para llevar adelante cualquier proyecto. Es la forma prudente de evitar las improvisaciones y, por tanto, las frustraciones. Sin embargo, todos tenemos la experiencia de que por más que programemos las cosas, existe un espacio incontrolable. Un espacio que no depende de nosotros, donde lo espontáneo, lo circunstancial, lo imprevisto asume protagonismo y el resultado esperado no se produce exactamente. ¿Quiénes hubieran previsto que el mundo se paralizara durante tres meses de la forma cómo lo ha paralizado el coronavirus? Es algo que ha cogido por sorpresa a todos los programadores y gurúes que atisban el futuro. No todo se puede controlar.

San Ignacio de Loyola aconsejaba a sus oyentes: "Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios". Y me gusta este consejo. Me gusta porque es verdad que todo depende, a la vez y de forma concomitante, de mí y de Dios. Es un grito de confianza y de esperanza según el cual "(€) todo sirve para el bien" (Rm 8, 28). Lo inesperado, lo sorprendente, lo imprevisto, lo impensado, lo espontáneo, etc., es parte de lo real. No todo podemos controlarlo. Hay que dejar espacio a la esperanza.

Para unos es el azar, para otros, como el calendario maya, es el destino previsto, pero hay bastantes personas, entre quienes me encuentro, para quienes la esperanza participa de la belleza de lo sorprendente que es un pliegue de lo divino. Y así, aceptando la autonomía de las realidades temporales que tienen sus propias reglas de funcionamiento, incluyendo el caos inevitable, el amor infinito que está detrás de todo, hace que encajen siempre las piezas y resulte bello el resultado. Siempre hay una bondad oculta detrás sin cuyo barrunto no sería posible la esperanza.

Así, pues, si has leído estas letras, debes saber que el último día de la prórroga del estado de alarma por la pandemia del coronavirus Covid-19 no fue el final del mundo. Hay, pues, aún esperanza.

(*) Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife